Cuando la alarma de mi despertador sonó a las 4:30 de la mañana ya me encontraba de pie y listo para emprender esta nueva aventura, no pasaron más de cinco minutos y mi hermano Ángel ya calentaba mi vieja camioneta, a la cual habíamos cargado, un día antes, con todo lo necesario para la exploración de ríos subterráneos. Pasamos primero por el “nunca me falles” de Armando Gasse, quien ya esperaba fuera de su casa y después para completar el grupo pasamos por el entusiasta Pablo Simon. Todos nos mostrábamos un poco nerviosos y excitados, pues sabíamos de antemano que ésta sería una aventura muy especial, además de largamente esperada, pues era la fecha acordada para ir a explorar el cenote sagrado de Kantemo.

Desde nuestra última visita a la cueva de las serpientes colgantes, donde el arriesgado de Armando se puso un visor y se dio una pequeña sumergida en las aguas del cenote y  cuando salió me platicó lo que vio, nos propusimos realizar esta expedición para ver qué podíamos  observar. La fecha se cumplió y ahora un sol brillante y rojizo nos encontró en la carretera con rumbo al sur. Pasamos Puerto Morelos, Playa del Carmen, llegamos al poblado de Tulum muy temprano y antes que se levantaran los curiosos turistas que visita la zona arqueológica que ahí se encuentran. Proseguimos nuestro viaje al corazón de la zona maya, donde una vez más nos esperaba el ruiseñor de Arturo Bayona M., que fue uno de los que descubrieron la cueva de las serpientes colgantes y ha sido motor importante para poder llevar a cabo los proyectos ecoturísticos que tanta falta le hacen a esta zona. Ya todos juntos tomamos el camino a la ciudad de José María Morelos, donde compramos aguas y algo de comer, pues el día sería largo.

 

 

Como a las 10:30 a.m. llegamos a la pequeña comunidad maya de Kantemo, donde ya nos esperaban los que fueron nuestros guías y a los que Arturo llama cariñosamente “su banda”. Después de una pequeña plática para ponernos de acuerdo y de obtener los permisos correspondientes iniciamos la última parte de nuestro recorrido en una brecha, entre una vegetación exuberante y un sinfín de cantos de aves, deseándonos buena suerte.

Cuando llegamos a la cueva el sol ya caía fuerte sobre nosotros. Nos tomó muy poco tiempo preparar el equipo de buceo, de fotografía y de vídeo submarino, ahí mismo fue cuando decidimos el plan de acción. Armando y yo seríamos los primeros en penetrar en el cenote, mientras mi hermano Ángel y Pablo se quedaban de seguridad en la superficie, con sus equipos listos para cualquier eventualidad.

 

 

Armando y yo nos metimos en el cenote con lentitud y cuidado, pues sabíamos que el tipo de fondo es lodoso y que el agua se podría enturbiar con mucha facilidad. Amarramos nuestras líneas de vida, prendimos nuestras luces y rompimos el espejo del agua. Iniciamos nuestro descenso con los nervios a flor de piel, pero la claridad de las aguas nos fue calmando. Lo primero que llamó mi atención fue una cochinilla acuática, totalmente blanca, y a mi parecer ciega, que nadaba sin rumbo fijo. Desde ese momento todos mis temores se esfumaron como burbujas y dediqué toda la atención a mi cámara de vídeo y a tratar de filmar todo a mi alrededor. Inmediatamente atrás de la cochinilla encontramos un camarón bellísimo y con las mismas características. Apenas llevábamos cinco minutos en el agua y ya el casete de mi cámara registraba cuatro minutos de grabación, era increíble lo que estábamos viendo. Llegamos a los 15 metros de profundidad, el agua seguía siendo increíblemente clara. Armando llamó mi atención para mostrarme un pez rarísimo, muy blanco, también ciego, que los lugareños conocen como “la dama blanca”.

Pero lo mejor estaba por comenzar, pues al llegar a los 19 metros de profundidad, en medio de una oscuridad absoluta, al dar la vuelta a una piedra, nos encontramos con una buena cantidad de pedazos de vasijas mayas. Algunas eran grandes como una olla, otras eran más pequeñas, pero todas mostraban colores muy agradables. Con una emoción casi rozando el fanatismo nos dedicamos a fotografiarlas y a filmar todo nuestro hallazgo. No queríamos tocar nada, ya que sabíamos que estábamos en un lugar sagrado y que era la gente experta en el ramo la que tendría que hacer las investigaciones de campo para determinar de qué época eran, y sobre todo cómo fue que llegaron hasta estos alejados recovecos del mundo submarino.

 

 

El aire de nuestras botellas empezó a agotarse. En nuestra euforia habíamos pataleado de más y eso ocasionó que el fondo se levantara, dejándonos con una visibilidad muy pobre. Ya era tiempo de volver a la superficie. Empezamos a seguir nuestra línea de vida que era nuestro contacto con la superficie. Cuidando de nuestras reservas de aire, así como de la velocidad de ascenso y deleitándonos con nuestro hallazgo. Llegamos a donde nos esperaban mi hermano Ángel y mi querido Pablo, que con sus linternas alumbraban a una pequeña anguila blanca y ciega, la cual no se percató cuando pasó a formar parte de mi banco de imágenes. 

Apenas nuestras cabezas salieron a la superficie, los compañeros que estaban en tierra nos preguntaron con emoción qué era lo que habíamos encontrado, mientras Armando y yo guardamos un  profundo y  respetuoso minuto de silencio ante la grandeza de la antigua civilización maya. Cuando ya veníamos de regreso en la camioneta todos nos sentíamos orgullosos y felices de haber sido los primeros en haber buceado y explorado el cenote de la cueva de las serpientes colgantes de Kantemo.       

 

 

Texto: Alberto Friscione Carrascosa ± Foto: Armando Gasse.