Guías ancestrales en un mundo moderno 

En el principio, el Cielo y la Tierra eran uno: Ngai. Un día decidió, cansado de lo mismo, que estos debían separarse. Al poco tiempo, percibió, muy preocupado, que no tenía en la tierra quién atendiese, ni cuidase de todo su ganado. Con este motivo, y no otro, Ngai, luego de pensar detenidamente, envió al valiente Masái para ser el máximo guardián de su rebaño. No miré mi reloj, no pude, me dejé caer en la lenta sangre del atardecer de Kenia y, sin pena alguna, sospeché que había sido el último vistazo ansioso al aparatito prendido a mi muñeca. Me esperaban, al final del camino, 1500km2 de pura África. Sobrevolé la reserva natural Masái Mara situada al sudoeste de Kenia, en el Gran Valle del Rift, y cuando digo gran valle no exagero en absoluto. Como una herida abismal, corta de norte a sur el país y tiene una anchura que oscila entre los 60 y 80km; cercada por paredes laterales de hasta 600 mts de altura, en el interior de esta olla natural se cocinan volcanes, increíbles lagos e inacabables llanuras de rocas ígneas. En este, sí, en este mismo lugar, uno de los mayores accidentes geográficos del planeta, encontraron su destino los Másai.

 

 

 

Había llegado. La mañana de la sabana era intensa, como un sol agazapado en la llanura. Después de un vuelo de ensueño sobre el cielo keniata, nos dirigimos, en un camión, hacia el campamento ubicado dentro del Másai Mara, cruzando la llanura que nos regalo la presencia de algunos elefantes. Al acercarnos, un hombre murmuró unas palabras. Era alto, esbelto y con una túnica roja  cruzada, la cual le descubría un hombro; inmediatamente fui cautivado por aquel dueño de una tranquilidad absoluta y una mirada generosa. Supe, más tarde y por mí inagotable curiosidad, que esa intrigante persona pertenecía a la tribu Másai, por cierto, una de las más antiguas y representativas de África; un  pueblo nómade y guerrero del cuál subsisten alrededor de un millón de personas distribuidas entre Tanzania y Kenia. Cultura orgullosa y llena de valor, exactamente eso, era lo que había notado en los ojos del primer Másai del camión. 

El calor empezó lentamente a trepar hacia mi frente. Agudicé la vista y noté, a lo lejos, el campamento. Puedo decir que la ansiedad, y no el calor, me hizo saltar del camión, y es que la idea del safari me perseguía desde hace años. Para mi suerte, Juan nos recibió servicialmente. Él, era el dueño del campamento; un español de barba tupida y mirada alegre que residía en Kenia hacia 5 años. Fuimos a reconocer el lugar, me enseñó algunas instalaciones y presentó a sus ayudantes de trato amable, yo para ese entonces estaba bastante preocupado por mi estómago y un buen baño. El lugar era completamente acogedor. Descansé en una tienda elevada a unos cinco metros del suelo, con telas extendidas elegantemente como puertas y con todas las comodidades necesarias. Al caer la tarde, otros viajeros, el dueño, algunos Másai y yo, nos reunimos como una familia alrededor de una gran mesa blanca adornada con manteles de lino para un banquete magnífico. 

 

 

 

Juan como gran anfitrión nos abrazó con intrigantes historias, y explicó otras tantas curiosidades y costumbres del lugar. Por mi parte, me demoré 

platicando con James, un Másai de veinticinco años de edad, de sonrisa serena. Lentamente sacó de su bolso unas hierbas de acacia, según comentó, y me las ofreció ante mi mención de un insistente dolor estomacal, gesto que valoré profundamente. Los Másai tienen gran reputación y sabiduría sobre las semillas, hojas y arbustos circundantes destinados para la medicina, así que acepté, de buen grado, su sugerencia e interés en mi cuidado. De poco, sobre la frescura de la noche de Kenia, presentía que un puente comenzaba a tenderse entre ambos lados. Luego de una comida soberbia, con la exquisita carne keniata, la noche comenzó a avivarse. Se me ocurrió buscar mi armónica, hecho alegremente celebrado por todos ante el sonido de las primeras notas musicales. Inmediatamente la curiosidad se apoderó de los Másai: el primero, John, se acercó y respetuosamente pidió tocarla, pero en vano intentó sacarle algún sonido claro, causando la risa generalizada del grupo. Luego de unos intentos, ya pasaba silbando de boca en boca. 

 

 

La fiesta era muy alegre. Desde lo más oscuro de la noche, algunos de ellos comenzaron a cantar con una habilidad coral hipnótica (una habilidad y un gusto muy característico de las celebraciones Másai), sin darnos cuenta, todos empezamos a involucrarnos en esa orquesta vocal y el baile. Saltando constantemente y así, la fiesta fue total. El vino siguió girando, las charlas, las bromas, y el banquete se talló en la noche como espectáculo para las fieras. Acordé, o más bien rogué, a Juan por una visita a la aldea, hecho que asintió si decir palabra. Concluida la fiesta, recostado y ya aliviado gracias a la medicina Másai, mi cabeza se entretuvo imaginando cómo sería vivir una vida tan diferente, como la de esa tribu. De a poco fui encontrando el sueño, aunque luego de las historias contadas, me asustó la idea de estar dormido y que, ahí, muy cerca, algún león ande bien despierto y merodeando. Aquella noche, y sin temor a confesarlo, comprobé tener un sueño tan pesado, que si ningún temor o elefante podían derrumbarlo, cualquier monstruo de los infiernos, si lo intentase, haría solo el ridículo.

Al día siguiente amanecí en la esencia clara de una mañana africana. Los ruidos de los animales, a esa hora, eran reveladores. Estaba listo para el viaje o safari -en swahili-. Juan, atentamente, me explicó que nos acompañarían unos Másai, según él, conocían el ser de las cosas y del lugar, como unos guías y guardianes ancestrales. Esas palabras habían despertado algo en mí, y parecían acurrucarse bajo la sombra de las desparramadas acacias y confundirse con las manchas del leopardo. Pudimos ver desde la camioneta unos leones desperezándose, los divertidos hipopótamos en el río, y un leopardo en pleno almuerzo. Pensé, con la mirada fija sobre una suave colina, en lo lejano de esa vida, con respecto a la vida en la ciudad, y, me admiró el tremendo poder del ser humano que había podido, no sólo vivir, sino dominar un terreno repleto de predadores. Volvimos antes del atardecer. El Safari había colmado mis expectativas, esas llanuras inabordables, los animales más peligrosos, frágiles en su intimidad. 

Pero los que robaron mi pensamiento, eran esos hombres Másai acompañándonos, con los que Juan tenía tan buen trato; y es que desde pequeño tuve curiosidad por el misterio del ser humano y, ante ellos, esa fuerza era insoslayable. Durante la cena, Juan me explicó algo de la historia de los Másai, sus formas de pensar y de sentir tan peculiares y porqué él era tan querido por ellos.

Rayaba el sol, y muy a pesar de mi dolor de cabeza, salté de la cama para recordarle a Juan lo pactado en la noche. Estaba despierto, sentado con un Másai desayunando, me senté con dificultades, sin querer arruinar los colores y los sonidos de la mañana. Giró su cabeza y confesó en español que este personaje, de nombre William, frente mío, era en quien más confiaba y, gustosamente nos llevaría a su aldea. Dicho y hecho. Terminamos el desayuno e iniciamos la temerosa caminata hacia su hogar, Juan, dos de ellos y yo. El trayecto  duró dos horas a pie aproximadamente y repetidas veces tuvimos que frenar o esperar ante la advertencia de un peligro. A pesar de la intriga, no había olvidado que nuestra única defensa contra leones, elefantes y otros felinos sueltos, eran esos dos esbeltos y altos Másai, provistos de una lanza y machete. Me dio gracia pensar lo difícil que ya era para mí conseguir liquidar un ratón con una escoba, y ellos, con solo un bastón o ragu, se animan a enfrentar al rey de la selva y quién sabe otros cuantos animales más. 

 

 

 

Nos movíamos entre unos arbustos y subimos con cautela por unas colinas no muy pronunciadas. Uno de los Másai advirtió con rapidez lo que hubiese sido un triste episodio. A un centímetro de pisar y, dada mi suerte, de ser picado por una serpiente, William me sostuvo el brazo con un movimiento ágil y evitó el ataque del reptil camuflado con unos arbustos. Para los demás había sido un obstáculo cotidiano, lo que para mí fue casi un infarto. Juan me dio un trago de ginebra. Seguimos avanzando, pero mi percepción, después del episodio, se acentuó, me sentí mucho más compenetrado con el lugar, como si un conocimiento me hubiese sido revelado, el cual ahora me hacia parte de todo.

Pronto llegamos a la aldea. De lejos percibí una empalizada rodeándola en su totalidad, una precaución muy sensata ante el reino salvaje circundante. Un olor a estiércol me invadió. A medida que nos acercábamos, escuché un difuso bullicio de voces femeninas. Vi, no sin curiosidad, el primer grupo de hombres Másai. Parados, con una pierna flexionada y apoyándose en su bastón, como imitando la postura pasiva de una garza. Sonreí imaginando la expresión de indignación y el reto que les proporcionaría mi madre, instándolos a corregir su postura por una correcta alineación erguida, como tantas veces me aleccionó de niño. Una leve llovizna humedeció los rostros, comenzaba la temporada húmeda y el barro dificultaba el paso. La sensación era distendida. Nos recibieron fraternalmente y  nos saludaron:- sopai, sopai, jambo-. Una pequeña se acercó hacia mí e inclinó su cabeza, la acaricié, era su forma de saludar respetuosamente a un adulto. La cortesía de la niña y los hombres me hizo sentir a gusto. 

 

 

Llamó la atención la variedad de adornos sobre su cuerpo, tan comunes para ellos. Observé que tanto mujeres como hombres perforaban sus orejas con aros y palillos atravesados; y frecuentan usar una serie de brazaletes en los antebrazos y unos collares de figuras geométricas muy coloridos. Todos compartían el uso de túnicas reposadas sobre su espalda donde prevalecían los colores rojos y verdes. Los Másai, por lo visto, son una tribu muy elegante y adornada. 

De un momento a otro, el jefe de la aldea salió a nuestro encuentro, Juan y él tenían un vínculo, asombrosamente para mí, muy cercano, hecho que abrió una ventana de confianza hacia esas personas.

Tras una breve charla y bromas de por medio, de la mano, como una pareja de enamorados, me llevaron a un recorrido por la aldea. Cada uno anda con sus costumbres y yo no iba a juzgar...  Mientras nos reíamos sobre esto, o, mejor dicho Juan se reía de mí, me contaba que el contacto físico es algo natural entre los Másai; hombres del mismo sexo paseando de la mano, abrazados; en fin, si a Roma vienes... 

Percibí, durante el recorrido, un conjunto de mujeres rodeando una choza, susurraban frases al interior de la casa, eran las voces que había escuchado antes de ingresar. Había pasado la llovizna.  William, me comentó que dentro de la casa aguardaba un niño. Me di cuenta que las  palabras de aquellas mujeres eran palabras de aliento. Estaban preparando al niño para uno de los eventos más importantes en la vida del pueblo Másai: el ritual de la de circuncisión. Los niños, entre los catorce y dieciocho años, dejan de ser niños para ser hombres y las niñas, también circuncidadas, pasan a ser mujeres. 

 

 

 

 

 

 

Los objetos recordatorios de la niñez son alejados y no pertenecen a esta nueva etapa. El ánimo deseado al joven respondía soportar el profundo dolor de la operación, ya que debe permanecer estoico y valiente, sin demostrar sufrimiento ni gritos, hecho que significaría deshonra para la familia. Dentro de unas horas comenzaría a colorear el atardecer hacia la llanura. William me llevó a una de las chozas -o manyattas- donde vivían. En general las casas eran bajas y rectangulares y estaban construidas con una estructura de palos, ramas, barro, excremento de ganado y están destinadas solo para una familia. Adentro era muy oscuro, la iluminación natural y la ventilación eran inexistente salvo por unas rendijas pequeñas en las paredes. Un penetrante olor ahumado, tratamiento que le daban a las paredes, me absorbió desagradablemente. Había dos cuartos usados para guardar sus terneros y cabras. Nada parecía muy elaborado, lo cual resultó entendible, dada su condición de pueblo nómade. Me invitaron a sentarme entre dos Másai que bebían leche de una especie de cuerno con una porción de sangre, según supe, por suerte, después. El sabor es un tanto agrio y muy intenso, sinceramente no me agradó, y mi mueca de asco pareció divertir a uno de los ancianos. Para ellos es costumbre  beber, la nada despreciable suma de algo así como quince vasos de leche por día. Salimos; acostumbrado a la oscuridad de la casa  mis ojos se sintieron por la luz de la tardecita. Caminamos unos pasos y William aprovechó la ocasión para presentarme a una de sus esposas, Diara, seguida de dos amigas; dije una de ellas, si, una de ellas, porque la poligamia es una de las formas sociales aceptadas entre hombre y mujer para los Másai. Actué normalmente, disimulando la  sorpresa, y no por envidia, mi mente se perdió un instante en varias posibilidades que no vienen al caso. Nos dirigimos hacia una llanura poblada de unos pastos muy tiernos, y bajo la sombra de un árbol, nos sentamos a platicar. 

Aparentemente William, hasta el momento, poseía tres esposas. Cantidad nada despreciable, ya que la cantidad de mujeres depende del sustento que el hombre puede brindar, o sea: la cantidad de ganado poseída. 

Tres esposas equivalen a tener una determinada cantidad de vacas para mantener a la familia. Así es como el ganado define, limita, y posibilita las relaciones sociales y económicas. Toda esta gente depende absolutamente de su ganado; tan es así, que: lo cuidan como un hijo, son sus mejores veterinarios, extraen sus bebidas y alimentos, y duermen con ellos a unos pocos centímetros. Es comprensible, por esta razón, el carácter divino que adquieren sus vacas. De aquí la creencia firme, dada su religión animista, que enviadas por Ngai, todas las vacas del mundo les pertenecen, por lo tanto, son sagradas. 

Con el paso del tiempo, y las adaptaciones, esta tribu tuvo que  replantearse su desarrollo. Si bien, su idea ortodoxa era vivir exclusivamente del ganado, hoy en día, están aprendiendo, no sin reticencias, a cultivar y a extraer ganancias del turismo.

 Antes de volver a la aldea al costadito de la choza observé una construcción bastante nueva. Los Másai parecen no cerrarse a la realidad externa, quizás por necesidad o por falta de alternativa, vi que era una pequeña escuela. Allí los niños aprendían inglés, maa, y swahili, entre otras materias. Ante mi sorpresa, vi la oportunidad sincera de aprender más de esta gente y establecer vínculos de otro tipo, así que, no tarde en consultar a William sobre la posibilidad de participar en la educación de los niños y acercarme a su cultura, lo cual lo predispuso de buen ánimo a mis intenciones.

 

 

 

 Antes del atardecer y luego de despedirnos con un inmenso gusto, retomamos camino al campamento. Realmente volví muy emocionado. Impulsado por la experiencia, elegí quedarme y le ofrecí mi ayuda a Juan en su campamento, hecho que lo contentó por tener un rival digno para el ajedrez.

Aproximadamente un año estuve colaborando con los Másai, especialmente en su educación. Puedo dar fe de su cortesía, el afecto que emanan, la sabiduría encerrada en cada uno de ellos y el orgullo que sienten de reconocerse herederos de guerreros ancestrales. Actualmente han sufrido sistemáticos desplazamientos de sus tierras, y engaños, personas deseosas de ocupar su tierra como zona de caza. Todo esto sumado a la escasez de agua, la pérdida de cabezas de ganado, arrastran a los Másai a ir disminuyendo su número y adoptar formas sedentarias de vida, a buscar trabajo en las ciudades, o aprender a cultivar, y vender su cultura, por unos dólares, a los extranjeros que observan esta actitud extrañados. Como sociedad su desafío actual parece plantearse en como adaptarse al mundo circundante sin perder su identidad ancestral.

Texto: Emanuel Alday ± Foto: serazur / enkewara / Nuno Ribeiro / Philippe_Boissel /eriagn / esacademic / PRWEB