Comunidades prósperas que habitan en medio del agua. 

El lago Titicaca es frontera natural entre Perú y Bolivia. La ciudad de Puno, al sureste del Perú, sirve de puerta de entrada para descubrir este hermoso paraje natural. Nos dice un nativo que aproximadamente el 60% de la superficie pertenece a territorio peruano, frente a un 40% de posesión boliviana.

Situado en lo que pudo ser el cráter de un volcán, las aguas plúmbeas e impenetrables del lago reciben al viajero con cierta inclemencia meteorológica: ambiente frío y frecuentes lluvias en la zona. La altura media de lago se sitúa en torno a los 3,800 metros. Conviene llevar algo de abrigo en cualquier época del año, no hay que olvidar que nos encontramos en la meseta del Collao, en la cordillera de los Andes. 

El barco se pone en marcha y surca lentamente el oleaje dormido. Sorprende que un cerdo ande comiendo en mitad de lago, sobre la totora, ese gran juncal resistente que ya crece y se extiende cercano a la costa. La firmeza de la planta queda manifiesta. En apenas una hora de navegación, ya se avista el poblado de los uros. 

 

 

 

 

La comunidad ha crecido ligeramente, aumentando el número de estos pequeños distritos o vecindarios dispersos sobre islas flotantes. “Las hijas son pretendidas por más de un joven de la ciudad, tienen plata”, confiesa un viajero peruano. Gracias al turismo, esta comunidad se ha convertido en una de las más prósperas en Puno.

Cada isla conforma una balsa natural construida con pilotes rectangulares de barro unidos y enlazados por cuerdas. Se trata de una sólida superficie recubierta por sucesivas capas de totora, dando lugar a una perfecta alfombra mullida que flota. Es ahí donde se asientan las pequeñas casas, también fabricadas con totora. La planta acuática, una especie de junco más resistente, largo y grueso, además, forma parte de la alimentación. La leve marea de este pequeño mar que es el Titicaca mueve sutilmente todo el conjunto.

Estos indígenas, descendientes de los urus -pueblo cazador y pescador-, cuentan con sus propias escuelas en el lago, de tal forma que su vida social viene marcada por los lazos familiares de cada comunidad. A tenor de su desarrollo junto al agua, podríamos decir que son hombres del linaje de los anfibios. De piel cetrina, mirada limpia y siempre descalzos, con los pies tal vez hinchados por la humedad, sólo marchan a la ciudad cuando alguna gestión específica lo requiere. Han incorporado algunas herramientas novedosas a su vida, como las placas solares y las lanchas motoras. Los barcos de totora son únicamente empleados para el breve paseo de recreo con los visitantes, otras de las actividades por la que obtienen beneficios. Las pequeñas chozas se reducen a un único espacio de apenas cuatro metros cuadrados, donde resuelven cualquier actividad doméstica. La cocina, en ocasiones, se prepara en la parte exterior de la vivienda. Con la venta de telas, alfombras, cerámicas y otros abalorios artesanales que ellos mismos fabrican, han prosperado como modestos comerciantes. Los viajeros más amables se prueban sus vestidos típicos, aportando con ello alguna propina.

Entre las numerosas islas que se encuentran en el lago Titicaca, ésta es la única artificial, construida por la mano del hombre. Los uros despiden a sus visitantes con algunos cantos amistosos y de agradecimiento. Conservan sus costumbres, no han hecho de su comunidad un parque temático, pero es obvio que sacan partido a la curiosidad de los visitantes que llegan. 

 

 

 

 

 

 

 

Un isla, una montaña

Retomamos la marcha hacia Taquile -Intika en lengua original-, que debe su nombre castellano al conquistador español Pedro González de Taquila. Tras tres horas navegando a velocidad moderada, nos acercamos a esta pequeña isla, que presenta a lo lejos una visión edénica. Sobre la colina, un grupo de niños juega en lo que parece el patio de recreo de un colegio. Taquile apenas supera los 2.000 habitantes. El pequeño pueblo principal se avista en la cima de la montaña, a unos 4.000 metros de altura. Aquí, viven los hombres tejedores. El conocimiento y dominio del arte de tejer, marca el paso de la adolescencia a la madurez. “Nadie se puede casar si no sabe tejer”, señala un lugareño, cuya lengua original es el quechua. 

Al igual que el resto de poblaciones del altiplano andino, mascan la hoja de coca. Esta planta es todo un símbolo y elemento principal en la vida de estas comunidades. Es empleada para la medicina, para cura diversas enfermedades y ayuda a sobrellevar el habitual mal de altura. Los hombres portan en el interior de sus gorros la ración apropiada para llevar a cabo las labores agrícolas sobre las altas y escarpadas laderas de la isla. Mantienen la vestimenta tradicional, con pantalones, faja y chaqueta sin mangas. La agricultura es el eje de la vida de la comunidad. El comercio se limita en su mayor parte a la venta de productos textiles a turistas. La tranquilidad que reina en este paraje sólo es rota por la visita de los viajeros. 

El lago Titicaca es el segundo más grande de Sudamérica, después del lago Maracaibo, en Venezuela. El Titicaca resultó mundialmente conocido tras la expedición que el gran oceanógrafo francés Jacques Cousteau llevó a cabo a finales de los años ochenta. En la actualidad, numerosas agencias de viaje ofrecen diversos itinerarios por distintos precios. “http://Taquile.net” es una agencia dirigida por los nativos, que se preocupa por desarrollar prácticas turísticas sustentables y en armonía con el medio. 

Aquí no encontraremos hoteles ni grandes restaurantes de servicios refinados. La saludable alternativa pasa por alojarse con una familia nativa y disfrutar de la cocina casera. Las visitas suelen incluir guía, desplazamientos, barco y comidas. A pesar de ser un destino turístico muy visitado por su innegable valor, el exotismo de estos parajes logra conservarse casi intacto. Debido a su singular ubicación, se respira ese aire privilegiado de los lugares alejados de la muchedumbre, belleza natural reservada para pocos y extraños. Colores y aire.

 

 

 

Texto: Leslie J. López ± Foto: Leslie J. López