El Museo de Arte Moderno de Nueva York presenta actualmente, y hasta principios del 2008, la exposición Georges Seurat: The Drawings. Es la primera en casi veinticinco anos que se centra en sus dibujos. La muestra reúne unos 135 trabajos, la mayoría realizados con crayón conté en el característico papel francés Michallet. Además se exhiben bocetos y pinturas al óleo, y la digitalización de cuatro cuadernos de bocetos del artista. 

Georges Seurat nació en 1859, en el seno de una familia burguesa parisina. Fue uno de los principales exponentes del puntillismo. Estudioso de las teorías del color y de la percepción, disponibles en su época, en especial de la doctrina de contrastes simultáneos de Eugène Chevreul, completa el proceso de disolución gradual de los planos de color en partículas cada vez más pequeñas, que fue iniciado por los impresionistas.

 

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Pero las decisiones cromáticas en Seurat no son un movimiento espontáneo e instintivo como en los impresionistas, sino que son cristalizadas como un hecho racional con bases científicas. No mezcla los colores en la paleta, sino que los yuxtapone punto por punto sobre el lienzo, de modo que la mezcla cromática se alcanzaría en la retina del espectador. Muere en 1891 a la edad de 31 años, días después de haber contraído una enfermedad respiratoria.

Los dibujos de Seurat son de capital importancia, aunque la historia del arte los haya soslayado. El estudio que realizó acerca del dramatismo de la luz y la oscuridad no lo encontramos representado en sus pinturas.

Su pintura es rígida, severa. Estricta, como la filosofía cartesiana a la que se adscribía. Parece ser habitada por autómatas o maniquíes. A pesar de la técnica puntillista, en la que están realizadas, sus composiciones son lineales. Carecen de misterio, de flujo, de vida.

 

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Su dibujo, en cambio, es vaporoso como el humo. Es libre pero denso, difícil de respirar. Rara vez recurre a la línea; sus figuras marchan hacia el proceso de su propia desintegración. O bien se disuelven o nunca alcanzan a diferenciarse del fondo. Siempre vacilan en convertirse en figuras geométrica a fuerza de su abstracción, a falta de particularidad, de carencia en el detalle. En ese sentido se encuentran del lado de la vida, siempre combatiendo su propia representación. Los retratos no representan las pequeñas particularidades del rostro del individuo, 

sino la carga genérica de los actores sociales que pululan la ciudad parisina en su penosa transformación en metrópoli. Nos topamos con el ropavejero y el espigador, la cantante de ópera, la mujercita burguesa de sombrilla, la clase obrera, el campesino y el citadino. Lo mismo el centro del espectáculo de París que el amurallado afuera que lo contenía; las forzadas convivencias de los suburbios y el paisaje pastoril. Su dibujo retrata la agresiva metrópoli que fue el París del siglo XIX en su proyecto de modernización, y su agenda de saneamiento, urbanización e industrialización.

Siguiendo la ley de los contrastes, crea un estado de permanente fricción entre los materiales. Las capas de crayón se sobreponen unas a otras, creando una atmósfera que irradia luz y gradúa oscuridad, dispersando y concentrando su densidad. Sus personajes solitarios, sumidos en sus labores, son el resultado de la estética permeable a toda la obra de Seurat: la estética del silencio.

 

 

Hay un mutismo en el campo atmosférico de sus dibujos. Sus anónimos sujetos carecen de rasgos faciales y siempre corren peligro de convertirse en pura forma o decorado de fondo. La oscuridad de sus rostros parece estar continuamente disolviéndolos, velándolos. Como el caso de Embroidery (1882-83), retrato de su madre sumergida en la labor de la costura. Este silencio de la vida cotidiana lo comparte con Johannes Vermeer: dos grandes de la luz, del silencio y de lo cotidiano.

En el Nacimiento de la tragedia, escrita en 1872, Nietzsche, habla de Apolo y Dionisio como las dos grandes fuerzas artísticas que se enfrentan. Por un lado el instinto de lo apolíneo como el principio de representación y de individuación. Estado onírico que vela la vida, transfigurando en belleza lo terrible. Y por el otro, el instinto de lo dionisiaco como la fuerza afigurativa que rompe el principio de individuación inundando todo de la misma materia, vuelta al fango del que surge la vida, vuelta a la indistinción originaria. Dionisio es el dios de la embriaguez, la unidad de todas las cosas, la supresión entre los límites de lo finito y lo infinito.

El dramatismo de la luz y la oscuridad de Seurat encarnan estos dos principios de la estética nietzscheana. Por un lado el velo atmosférico de la representación en sus dibujos, que invita a la mirada a descorrer la cortina y descubrir el objeto; pero por otro ese mismo velo se transforma en un miasma etéreo e inquietante que sumerge fondo y figura en el terreno de lo irrepresentable. 

 

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Texto: Anarela Vargas ± Foto: Cortesía de MOMA