Navegando por aguas turquesas
En medio del Pacífico surgen varios archipiélagos que componen la Polinesia francesa, unas islas rodeadas de lagunas cuyos colores estallan en diferentes tonos de azules, unos atolones que parecen anillos y los cuales encierran un mundo pintado de turquesa, unas islas volcánicas negras envueltas en un mar azul profundo.
Paraíso del sur donde sus arrecifes albergan un maravilloso universo submarino habitado por una inmensa variedad de peces de colores, y las tierras se cubren de vegetación tropical con flores que impregnan el aire con sus perfumes exóticos.
Tahití es la más grande de las 118 islas y atolones que componen la Polinesia francesa, donde se sitúa Papeete, la capital, en el Archipiélago de la Société (Sociedad). Las islas son de origen volcánico, en algunas subsiste la montaña rodeada por el arrecife de coral, en otras queda solamente el anillo del arrecife y hay otras en las que nunca se ha formado.
El Triángulo polinesio
En 4000 a. C. empezó una gran migración desde el sureste asiático para colonizar las islas del Pacífico, y se dice que llegaron a las Marquesas en el 200 a. C. Desde allí se distribuyeron por los otros archipiélagos. En el llamado “Triángulo polinesio”, delimitado por Hawai al norte, la Isla de Pascua en el sureste y Nueva Zelanda en el suroeste, la gente tiene un origen común y hablan en maohi.
Los primeros europeos llegaron con Magallanes, que descubrió los Tuamotu en 1521 y en 1595 el explorador español Mendaña visitó Fatu Hiva en las Marquesas. Más de 170 años más tarde, el capitán Samuel Wallis fue el primero en visitar Tahití y la declaró inglesa con el nombre de “King George III Island”.
Sin haberse enterado de eso, pocos días después el navegante francés Louis-Antoine de Bougainville desembarcó en la otra parte de la isla y la proclamó francesa (el nombre “buganvilla”, planta originaria de esas islas, se deriva del apellido del navegante).
Fama de islas tropicales
La fama de esas islas tropicales, con sus plantas exóticas, sus mujeres casi desnudas, sus hombres fuertes y tatuados, provocó una fascinación en el mudo occidental. Llegaban dibujos sorprendentes que traía el capitán James Cook, relatos del leyendario motín del Bounty, de los cazadores de ballenas que llegaban a la zona y Francia se disputaba la soberanía sobre la isla más grande, Tahití.
La dinastía Pomare reinó hasta 1847, cuando la reina Pomare aceptó la protección francesa y a su muerte, el rey Pomare V fue forzado a ceder Tahití y sus islas a Francia. Entonces los Marae, recintos religiosos de piedra donde se adoraban los dioses, se celebraban la paz, guerras e inicios de viajes para colonizar otras islas, fueron abandonados y los Tiki, estatuas de dioses, cayeron en el suelo. En 1957, todas las islas fueron integradas en la Polinesia francesa, una región francesa con su propio gobierno.
Los polinesios han heredado la fuerza de su pasado maohi, repleto de leyendas de dioses, guerreros, competencias de lanzamiento de jabalina, cuando el surfing era el deporte favorito de los reyes y los hombres fuertes se retaban en carreras de canoas o levantamiento de piedras.
Desde hace más de 123 años la gran competencia se organiza en Papeete, en julio, fiel testigo del pasado (Heiva I Tahití). Esos hombres de Polinesia adornan sus cuerpos, desde la adolescencia, con tatuajes como símbolo de belleza, de valentía y simbología, representando dioses y signos protectores.
Archipiélago de los Tuamotu
Nuestro viaje fue una invitación para descubrir el maravilloso mar, unas islas surgidas de fábulas y a su extraordinaria gente. Los tradicionales collares de flores nos reciben con las sonrisas de los que nos los ofrecen, la música surge, la alegría se pinta de los colores azules del mar.
Así llegamos a la isla de Rangiroa, Archipiélago de los Tuamotu, un atolón con su laguna considerada como la segunda más grande del mundo y uno de los mejores lugares para bucear. Su anillo de 170 km de largo se compone de 240 islitas y encierra un laguna profunda azul oscura bordeada por una paleta de azules turquesas.
Del avión brincamos a la lancha, lanzamos las cañas para pescar y de pronto ya había un pez en el barco para servirse en ceviche. La lancha nos llevó al Haumana, un catamarán de 14 camarotes, maravillosamente elegante y sofisticado, que nos esperaba frente al pueblo de Tiputa, donde la flecha roja de la iglesia surgía por encima de las palmas de coco.
Zarpando hacia el Este
Después de una canción de bienvenida zarpamos hacia el este, costeando adentro de la laguna. Las islas se interrumpían para dejar pasar el agua por encima del arrecife, la arena blanca estallaba en el sol del trópico, el mar inventaba unos azules que solamente aquí existen. Nos anclamos frente a una de las islitas (motu) para alcanzar la playa a bordo de la lanchita, a la vez que íbamos pescando.
De la arena blanca de coral pasamos al bosque de palmas para llegar al arrecife que protege la parte externa del atolón. Cubierto por un poco de agua, azotado por las fuertes olas del océano, el arrecife es un mundo donde encontramos erizos, morenas, peces de colores.
Bastaba alcanzar unos cocos para refrescarse y nadar para disfrutar de momentos mágicos que culminaron con una suntuosa puesta de sol sobre “Le Lagon”, cuando el sol se incendia y el agua juega con los colores dorados.
La noche se llenó de estrellas, la música de nuestra tripulación vibraba con el sonido del yukulelé y los tambores, la bailarina danzaba sensual y la noche era excepcional.
Una imagen del paraíso
En la mañana zarpamos para dirigirnos hacia el sureste y alcanzar las islitas donde la arena tiene tonos rosados, una imagen como del paraíso, con colores fabulosos, palmas de coco.
El día iba a ser dedicado a bucear, recorrer las islitas y disfrutar de ese auténtico tesoro, donde la densidad de peces es superior a cualquier otra parte del mundo. Luego, una lancha-taxi nos llevó en 45 minutos a Tiputa.
En la única calle de coral blanco del pueblo las casas se protegen del sol con árboles floreados o palmas de coco adornadas de conchas, la gente saluda con amabilidad, en la iglesia las elegantes mujeres llevan sombrero y sus cantos resuenan como una caricia de la brisa, mientras en una casa unas doncellas ensayan un baile para la noche. El agua deslumbra con su cálido azul habitado por mantarrayas, peces mariposas o ángeles.
Cada despegue o aterrizaje con Air Tahití es un desfile de imágenes de un mundo insólito. Extrañas fisuras animan la parte externa del arrecife azotado por las olas, la arena blanca se pinta de tonos azules y ocres alrededor de las islitas cubiertas de palmas, mientras la laguna ofrece su impresionante variedad de azules.
Atolón de Manihi
Llegando a Manihi, un atolón situado al norte, a 520 km de Tahití, el carrito de golf nos esperaba en la pista para llevarnos al hotel Manihi Pearl Beach Resort & Spa. Sus habitaciones están sobre pilotes, al borde de un pequeño muro de coral habitado por los más bellos peces.
Sumergirse allí significa nadar en el más bello acuario del mundo, descubriendo colores que sólo la naturaleza puede inventar. Las palmas juguetean con las sombras, el sol pinta los azules del mar según el paso de las nubes, la laguna inventa el paraíso rodeado por el color casi negro del océano. Una tormenta terminaba de pasar, el sol se ponía en el horizonte, la brisa improvisaba caricias que hechizan.
Manihi es el atolón de las granjas de perlas de cultivo, las famosas perlas negras de Tahití, gracias a las condiciones ideales de las aguas de la laguna: temperatura, densidad, salinidad, luz y clima.
El atolón mide 27 km de largo y 8 de ancho, y la mayoría de los habitantes viven del cultivo de la Pinctada margaritifera, ostra perlífera que necesita mucho cuidado para ser criada, y provocar la formación de la perla negra. Esas granjas están habitadas por los motus que forman el atolón.
Muy temprano nos fuimos en lancha a visitar una granja, navegamos en aguas con tonos estallantes. Fue muy interesante conocer todo el proceso de crianza y conocer perlas que varían del gris acero al blanco crema.
Isla Bora Bora
El avión nos llevó a Bora Bora, nombre que provoca muchas fantasías, una isla que invita a gozar de su volcán de formas extrañas rodeado por una laguna extravagante. El agua parece dirigirse desde los motus hacia la montaña arrastrando colores soberbios. La isla es una escena celestial.
Desde el aeropuerto una lancha nos llevó al Ti’a Moana, suntuoso yate de Bora Bora Cruise, de 30 camarotes, que iba a ser nuestro hogar durante cuatro días. Gracias a su corto tirante de agua, el yate puede navegar dentro de la laguna y acercarse a las costas sin riesgo.
Situada a 275 km de Tahití, se estima que Bora Bora fue formada hace siete millones de años. Conserva su isla principal, de 9 km de largo por 4 de ancho, con sus cimas de 727 m (monte Otemanu) y 661 m (monte Pahia). Bora Bora está rodeada por una inmensa laguna delimitada por un ancho arrecife, cortado en un solo lugar, el paso Te Ava Nui.
Es la isla más turística de la Polinesia, con numerosos hoteles, restaurantes y galerías, además de los vestigios del pasado (petroglifos y marae). Su laguna alberga 700 especies de peces tropicales y las mantarrayas habitan en punta Matira.
Desde el yate la vista es impresionante y a la luz del atardecer el sol alumbra los picos. El Ti’a Moana zarpó para seguir la hermosa costa delineada con bahías y playas, hasta anclarse frente a Fare Piti, que cuenta con muelle y club de yate, y todo para ver la excepcional puesta de sol que deslumbra el motu Tevairoa mientras tomábamos champaña. Una cena elegante y refinada se sirvió bajo la luz de las estrellas.
Isla Taha’a
El yate zarpó a las 11:00 pm para dejar la laguna de Bora Bora y entrar en la de Taha’a, la isla Vanilla, después de 90 minutos de navegación. El sol brillaba con fuerza en la mañana cuando descubrimos el fabuloso paisaje.
El yate estaba anclado entre la isla principal, con sus montes verdes y unos motu que encierran la laguna de 10 a 30 m de profundidad y de colores fabulosos.
Stephane y su equipo nos llevaron en lancha rápida a un lugar de poca profundidad, y ya en el agua Stephane atrajo a los tiburones ofreciéndoles comida. Los temibles animalitos nadaban alrededor de nosotros en lo que de pronto parecía un auténtico baile de terror, aunque Stephane insistía en que eran inofensivos. En otro lugar nadamos con las mantarrayas, que se pegaban al cuerpo como para acariciarnos con su suave piel, aunque su cola es rasposa.
Finalmente llegamos cerca de un motu, donde una mesa decorada con frutas y bebidas estaba instalada en el agua. Así, terminamos comiendo platillos tradicionales en un motu (pescado con coco cocido en un hoyo en la arena, guisado de pollo, verduras) al ritmo de la música y con los pies en el agua. Era una versión del paraíso.
Al regresar al Ti’a Moana zarpamos para rodear la bella isla de Taha’a, con sus profundas bahías de Apu o Haamene. Vimos una iglesia de techo rojo a la orilla del mar, las montañas accidentadas cubiertas de vegetación y de cultivos de vainilla, playas donde se anclan los veleros, granjas perlíferas con sus casitas sobre el agua. En el yate, Tavita Manea, el gran maestro del tatuaje, nos enseñaba su arte y su cuerpo enteramente tatuado como un verdadero libro.
Islas sagradas
La mañana nos sorprendió con una corta navegación dentro de la laguna para alcanzar la isla de Raiatea, isla sagrada, con su pico a 1017 m. Se considera que Raiatea fue la primera isla colonizada donde se instaló la civilización y la última en someterse a la colonización francesa después de 10 años de guerra.
Entramos en la profunda bahía Faaroa, donde nos anclamos. Luego, en kayak, entramos en el río, cuyas aguas bajan del monte Toomaru. El paseo bajo la sombra de los árboles es encantador, visitamos un pequeño jardín botánico de plantas exóticas, con flores de formas y colores sorprendentes.
Al final de la mañana atracamos en la marina de Uturoa, el pequeño pueblo que ofrece todos los servicios y tiene una vida tranquila al pie del monte Tapioi que escalamos para admirar una fascinante vista de la isla verde rodeada por la laguna y el arrecife. Cenamos bajo las estrellas de Raiatea.
Por la mañana zarpamos hacia Huahine, la isla salvaje que vibra lejos de los senderos turísticos. En Fare, le Ti’a Moana se acostó en el muelle, junto a la playa de arena blanca donde los niños nadaban.
Empezamos nuestro recorrido por la isla para descubrir las plantaciones de vanilla, el sitio arqueológico de Maeva con sus Marae al borde de la laguna que cuenta con trampas para peces, el pueblo de Faie con sus enormes anguilas sagradas.
Desde el belvédère la vista de la inmensa bahía de Maroe es única, rodeada de montañas que alcanzan 669 m (monte Turi). Huahine son dos islas unidas por un puente, separadas por las bahías de Maroe y de Puerto Bourayne, que ofrecen los mejores refugios para los navegantes y unas idílicas playas de arena blanca bordeadas de palmas.
Archipiélago de las Marquesas
Navegamos a lo largo de la costa oeste, admirando el suntuoso paisaje verde surgiendo del agua azul profundo, visitamos Port Bourayne y finalmente nos anclamos frente a la paradisiaca playa de Hana Iti, donde por la noche se celebraba una gran barbacoa con bailes típicos.
Pero nuestro destino era otro y tuvimos que dejar el yate y partir en una lancha rápida. Un coche nos esperaba en la orilla para llevarnos al aeropuerto, desde donde nos trasladamos en avión a Raiatea. Una lancha nos llevó al Taha’a, Private Island & Spa (Relais & Châteaux), un hotel con mucho encanto sobre una isla privada.
El día siguiente nos llevó de regreso a Papeete, donde visitamos el mercado, la catedral y su centro animado antes de tomar el avión que nos llevó a Nuku Hiva, la isla más grande del Archipiélago de las Marquesas.
Les Marquises son unas islas volcánicas sin laguna, con playas de arena negra, hermosos acantilados que caen al mar, fuertes olas, dramático paisaje de cañadas, montañas accidentadas y una vegetación lujuriosa. Desde el aeropuerto atravesamos la isla por una carretera de tierra para llegar a Taiohae, la ciudad principal a la orilla de una fabulosa bahía encerrada por montañas. La ciudad duerme tranquila al son de las campanas de la iglesia, donde las figuras religiosas talladas en madera tienen rasgos polinesios y donde los hombres se cubren de tatuajes.
Hooumi es otro pueblo escondido al fondo de una bahía profunda al final de una impresionante cañada. La isla entera es un misterio, con barrancas negras cubiertas de vegetación brillante.
Paisajes dramáticos en la costa Norte
Dejamos este lugar de fantasía para volar a Hiva Oa, una isla más pequeña, donde Paul Gauguin puso fin a su vida, al igual que el cantante belga Jacques Brel. El paisaje está dominado por el impresionante monte Temetiu, de 1,200 m de alto, que cae en pico hacia la bahía Atuona, donde encontramos las tumbas de estos artistas.
La costa norte es una invitación a descubrir paisajes dramáticos de bahías encerradas por acantilados negros, y la bahía de Puamau, protegida por su extraño peñón, es un refugio seguro para los navegantes.
Las ruinas arqueológicas albergan hermosos tiki, figuras de piedra que representan a los dioses que dirigían los valientes exploradores polinesios. Al otro extremo de la isla, Taaoa es considerado como uno de los sitios antiguos más grande, repartido por la ladera de la montaña hasta la playa negra.
Regresando de la isla de ensueño
De regreso a Papeete, instalado al borde de la laguna artificial del hotel, donde nadaban peces de colores, empezaba el momento de reflexionar.
Pienso que tanta belleza repartida en islas de sueño, con color de paraíso, con mares diferentes y paisajes variados, tiene que ser un regalo de los dioses forjado por ángeles, y que sólo los más privilegiados pueden gozar.
La Polinesia francesa provoca un estallido de sensaciones tan inmensas, tan gratificantes, que conocer este sitio es como viajar a un mundo mágico, un sueño insuperable.
Texto: Patrick Monney ± Foto: Patrick Monney