La navegación y la cronometría son dos disciplinas fascinantes que se unieron en un punto para convertirse en cómplices una de la otra. La astronomía fue la primera gran aliada de la navegación, ya que desde 1620, con la ayuda de astrolabios y otros artilugios, la altura de la Estrella del Norte permite conocer la posición Norte-Sur (latitud) de un barco dentro de un rango aceptable. Sin embargo, la posición Este-Oeste (longitud) implica un desafío totalmente distinto.

Al principio no era algo que pareciera muy importante, los barcos de exploradores y comerciantes iban y venían entre América y Europa sin problemas. Curiosamente, los viajes al mismo destino a veces tenían fluctuaciones de varias semanas en su duración, por no conocer la posición exacta de la nave.

A nuestro planeta le toma 24 horas completar un giro de 360 grados sobre su eje, es decir que la posición de un barco en relación Este-Oeste puede determinarse en términos de tiempo. Por lo que la búsqueda de un método para determinar la longitud quedó en manos de la cronometría.

 

 

Conocer la diferencia entre la hora en el sitio en que se encuentra una embarcación y la hora en un punto que se toma como referencia (que actualmente conocemos como meridiano “cero” o de Greenwich) es lo que permite a un navegante conocer su longitud, pero la precisión de la posición va de la mano con la exactitud en que se mide aquel intervalo de tiempo.

La precisión era el problema, ya que luego de semanas o meses en el océano la fiabilidad de los relojes cedía ante las variaciones de temperatura, la humedad y al movimiento inestable de un barco en el que, por supuesto, un reloj de péndulo es completamente inútil.

El problema se hacía más crítico a cada momento, la lucha internacional por el dominio de los océanos era implacable, sin mencionar a los piratas. Sin embargo, la gota que derramó el vaso fue lo que ocurrió en 1707 cuando una flota inglesa, al mando del almirante Clowdisley Shovel, encalló cerca de las islas de Sicilia, entre una niebla tan espesa que sólo permitía 20 centímetros de visibilidad.

 

 

 

El desastre, donde más de 2,000 hombres perdieron la vida, pudo haberse evitado si el almirante hubiese conocido su longitud exacta.  

Fue entonces cuando el parlamento inglés ofreció un premio de 20,000 libras (algo como tres millones de dólares actuales) a cualquiera que presentara una “solución práctica” para determinar la longitud en el mar. Si la solución se trataba de un reloj tendría que desempeñarse con precisión dentro de un rango de dos segundos por día, y mantenerla durante un viaje marítimo de un par de años.

 

 

 

John Harrison, por ser un carpintero, se aproximó al problema desde un ángulo diferente y tuvo éxito donde los mejores relojeros fallaron. Desarrolló una serie de relojes que comenzó con el H1, que por sus dimensiones no era muy “práctico” que digamos, pero evolucionó su invento hasta que eventualmente ganó el premio con el H4, de tan sólo seis pulgadas de diámetro, cuando éste regresó exitosamente luego de un viaje de tres años explorando los mares del sur en manos del capitán James Cook.

Los inventos de Harrison, además de convertir a la flota inglesa en la más poderosa de la época, impulsaron la invención de mecanismos de relojería para reducir la fricción, mitigar los efectos de los cambios de temperatura y demás sofisticaciones. Así, ayudaron al desarrollo de la relojería, proyectándola hacia horizontes de proezas micromecánicas que nadie imaginó antes, y que son los que en esta sección redescubriremos para usted.

 

 

Texto: Tonatiuh ± Foto: Tonatiuh.