Cuando me enteré que el artículo a escribir era acerca de Loreto, en el Mar de Cortés, me sentí contento, pues es uno de esos lugares que recuerdo con un especial cariño. Cuando uno va a ese sitio se puede entender porqué el célebre jesuita lo escogió para vivir: está enmarcado en un paisaje maravilloso, donde concurren la imponente Sierra de la Giganta, el místico desierto y el increíble Mar de Cortés.
La pequeña población de Loreto, antigua capital de las Californias, se encuentra en la Península de Baja California, en la parte central. Esta primera misión permanente fue fundada por el padre jesuita Juan María de Salvatierra el 25 de octubre de 1697.
Llegué a ese pequeño pedazo de patria con la ilusión de ver y filmar a los gigantes del mar: las ballenas, que se dan cita, año con año, en los arrecifes cercanos a Loreto. Debo decir que muy pocas veces he tenido la oportunidad de estar en un lugar como éste, tan particular, ya que alrededor es árido, y al caer la tarde los acantilados reflejan los rayos del sol de una manera muy especial. Cuando empiezo a sumergirme en el mar azul lo último que puedo observar son los enormes cactus y una tierra quemada por el sol de desierto. Mis sentidos no alcanzan a comprender lo que está sucediendo, al estar bajo el agua las cosas se modifican totalmente. Los tonos cafés, ocres y rojos cambian para convertirse en una explosión de colores y vida. Sobre la pared del acantilado se observan cientos de organismos diferentes que se cierran o se abren a mi paso.
Los inconfundibles peces mariposas, las amenazadoras morenas verdes y pintas, los tímidos cangrejos ermitaños, las muy buscadas langostas, los sabrosos abulones y las almejas se encuentran por doquier, al igual que los erizos.
Aunque mi principal motivo al visitar este destino era observar en su ambiente natural a las poderosas ballenas (azules, grises, jorobadas o de aleta), así como al escurridizo cachalote, a la temida orca y a los lobos marinos, no pude dejar de asombrarme de los seres pequeños, pero también maravillosos, como los nudibranquios, que muestran colores y formas que desafían a la imaginación.
Cuando creía que ya había visto de todo apareció un cardumen de delfines, de los que los lugareños conocen como “delfín tornillo”; emitían alegres sonidos que se escuchaban a gran distancia. Vinieron acompañados de los muy cotizados atunes, siguiendo muy de cerca a su alimento favorito que son las sardinas.
El agua es clara y muy fresca, llegué a los 25 metros de profundidad y permanecí tranquilo, controlando mi respiración, con los nervios a flor de piel y con mi cámara lista, pues sabía que de un momento a otro podían aparecer las ballenas. Escuchaba claramente sus cantos, pero no podía definir a qué distancia estaban.
Este lugar es único en el mundo. Las verdes y ricas aguas del Pacífico se mezclan con las del Golfo de Cortés para formar una de las zonas marinas más interesantes y bellas de la Tierra. Las ballenas no aparecieron en esta ocasión, pero la buceada me dejó muy gratos recuerdos en la mente y el corazón.
Texto: Alberto Friscione Carrascosa ± Foto: FONATUR,Prisma Visual, W