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Cenote es un vocablo que sólo se utiliza en México y sobre todo en la región del sureste. Proviene de una palabra maya ts’ono’ot o dzonot, que significa abismo, agujero en el suelo o caverna con agua. Para el mundo maya eran fuentes de vida que proporcionaban el líquido vital para su existencia. En otros casos y mucho más ligados a los sacerdotes, eran considerados como la entrada al inframundo y centro de comunicación con los dioses.
Hacía muchos años que no visitaba el hermano estado de Yucatán y los cenotes que existen en el área, y cuando se presentó la oportunidad, tomé mis arreos de buceo y una vez más me lancé a la carretera con rumbo a la blanca ciudad de Mérida, en donde ya me esperaba mi maestro y amigo Fernando Rosado, hombre que conoce mejor que nadie los caminos para llegar a los cenotes más alejados y casi no descubiertos de la región.
Existen varios tipos de cenotes, algunos son verticales y otros son horizontales. Y en ocasiones, presentan dos tipos de recorridos, uno es conocido como caverna, donde los buzos sin mucha experiencia pueden realizar sus primeros acercamientos a esta actividad, pues se aprecia la luz del sol y las salidas se encuentran fácilmente. El otro se considera cueva, en donde el buzo tiene que entrar con el equipo adecuado que consiste en doble tanque, doble regulador, linternas varias, casco y sobre todo haber tomado los cursos y estar capacitado para realizar inmersiones con un alto grado de dificultad.
Una vez más me acompañan el alegre Chema López, Roberto Niño, mi esposa Cristina y como camarógrafo Luis Martínez. Al llegar a las afueras de Mérida, buscamos el hotel que Fernando nos había recomendado y en donde nos esperaba. Ya instalados, nos comentó que nos llevaría a explorar un cenote o mejor dicho una noria en donde él creía, podíamos encontrar algunas ofrendas mayas hechas a los dioses, posiblemente, con vasijas y osamentas antiguas.
Después de un buen desayuno, dejamos atrás los pueblos que se localizan en la conocida ruta Puc. Poco a poco, las carreteras pavimentadas y las casas de concreto se convirtieron en pequeños caminos apenas transitables para camioneta, bicicletas y caballos, y que tienen auténticas viviendas mayas.
La selva se volvió mucho más cerrada y tuvimos que avanzar lentamente, pero disfrutamos los olores de la mañana, la vista de los enormes árboles, el canto de los pájaros y las flores silvestres de color rojo, en las que los insectos producían ese zumbido que a mí me pareció tan intimidante. Ya con haber sentido el vibrar de la selva yucateca el viaje había valido la pena, pero nos esperaba lo mejor.
Los primeros rayos del sol nos hacían sudar y nos apresuraban para llegar a sumergirnos. Yo me encontraba totalmente perdido y lo único que veía delante y detrás de mí era una selva exuberante. Al llegar, Don Elmer Echeverría me indica el lugar; busco por todos lados el cuerpo de agua que debemos explorar y sólo encuentro un pozo abandonado del cual no se ve ni el fondo.
En silencio bajamos los equipos de la camioneta, mientras Don Elmer y Fernando sacan de sus pertenencias una larga cuerda y un par de poleas. Después el sobrino de Elmer se sube con agilidad a un árbol seco para amarrar las cuerdas, él lo supervisa con ojo crítico, pues de esos nudos dependerán nuestras vidas. Con ayuda de mi esposa, armo mi equipo de fotografía, mientras Chema, Luis y Roberto hacen lo mismo con el equipo de buceo. Decidimos que el primero en bajar fuera yo, pues llevaba un mejor equipo de iluminación.
Sentado en una canastilla de alambre y sin saber qué me esperaba allá abajo, desciendo lentamente; la luz del sol se desvanece y el agujero es tan estrecho que apenas quepo con mis aletas puestas y mi cámara en la mano. Cinco metros antes de tocar el agua la cueva se hace enorme, y me doy cuenta que se trata de una noria típica de la región. Al tocar el agua la siento fresca, y todas mis dudas se transforman en dicha. Después encendí mis lámparas y noté que el agua es muy clara, pues alcanzo a distinguir el fondo de piedra a una profundidad de 15 metros.
Ya con todos abajo y tras un rápido chequeo del equipo, nos sumergimos para encontrar osamentas tanto de humanos como de bueyes. Nos debemos mover con una flotabilidad exagerada, pues al menor movimiento de aletas un fino polvo se desprende del fondo que nos nubla la visibilidad.
Al continuar el descenso, la oscuridad se hizo total, y sólo el brillo de nuestras lámparas iluminaban el camino, continuamos documentando todo lo que aparecía ante nuestros ojos: cráneos expuestos o semienterrados, huesos varios, vasijas de todos tipos y tamaños, cráneos de buey y de jaguar, e incluso un esqueleto humano completo y ordenado. Todo indicaba que estábamos en un cenote sagrado.
Al llegar a los 35 metros de profundidad encontramos los peces totalmente blancos y con seguridad ciegos, pero que se mueven con gran familiaridad en sus terruños. El tiempo había pasado con tal rapidez, el aire en nuestras botellas era sólo el suficiente para llegar a la superficie. Realizamos nuestro ascenso pegados a las paredes y tener un poco más de material fotográfico.En el muro estaban incrustados fósiles de caracoles de varios tipos, conchas y erizos de mar, lo que nos da una idea que esa caverna en alguna época estuvo sumergida en agua salada.
Me tranquilicé más al ver la luz blanca y brillante del sol dando una sensación de seguridad. Tantas preguntas sin respuestas me aseguran que regresaré, quizá ahora con un experto en arqueología submarina.
Por lo pronto, confirmé mi convicción de que los tesoros más grandes no son joyas o piedras preciosas, sino los cenotes en sus diferentes formas naturales, que deben de conocerse y preservarse para generaciones futuras.
Texto: Alberto Friscione C. ± Foto: Alberto Friscione C.