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Algunas personas son coleccionistas porque coleccionar puede ser un gran arte si se toma en serio. Ésta es la razón por la que nos gusta ver las grandes colecciones, incluso cuando no somos coleccionistas. El coleccionismo es una manera de ordenar el mundo.
Michael Kimmelman, 2005
La pasión por coleccionar obras de arte y rodearse de belleza, amén de la urgencia por poseerlas, son constantes en aquellos incansables buscadores de objetos. Símbolo moderno de prestigio, el coleccionismo, a decir de la esteta Susan Sontag, es una verdadera neurosis que resulta de la necesidad del hombre moderno de definirse y expresarse a través de las cosas.
Placer o goce estético que trasciende en poder y fama. Cobijo de la Ilustración, ahí donde se democratiza la cultura. Vale la pena recordar que los grandes acervos son el núcleo inicial de los grandes museos. Tal fue el caso de la colección Frick, una de las más deslumbrantes y exquisitas que se pueden disfrutar en el corazón de Manhattan.
El coleccionista más que poseer obras de arte, se siente poseído él mismo por la urgencia de llegar a conseguirlas. Estas palabras del célebre escritor Honoré Balzac bien pueden describir a Henry Clay Frick. La investigadora Cindy Mark afirma: El nombre Frick se asocia al mundo de los grandes magnates industriales y financieros norteamericanos de las últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX. A diferencia de John Pierpont Morgan y Andrew Mellon, Frick tuvo que luchar por salir de un mundo de franca pobreza, hasta convertirse en un líder de la industria acerera. Nacido en 1849, en el entonces agrícola Pittsburg, Pensilvania, fue el segundo de seis hermanos. John Frick, agricultor, pero no propietario, sumaba a sus hijos a la labor del campo. A los seis años, Henry contrajo escarlatina que devino en fiebre reumática con serios dolores que lo libraron de las arduas jornadas y lo volvieron un alumno irregular aunque sobresaliente en matemáticas. A los catorce se inició en la compra-venta en pequeña escala de los negocios de sus tíos y a los diecinueve, aprendió contabilidad en la destilería de whisky que dirigía su abuelo materno. Tras independizarse e iniciar el comercio a mayoreo, se casó con Adelaide Childs, a quien conoció gracias a su suegro en la Iglesia calvinista presbiteriana.
En el siglo de las luces, el acero sustituyó al mármol napoleónico y, al tiempo que se erigía la Torre Eiffel para la Exposición Internacional de 1889, comenzaban a construirse las grandes urbes norteamericanas. Con rascacielos de metal y vidrio, competían en altura y fortuna los grandes capitales modernos. En esta coyuntura industrial, Henry Clay Frick apostó por lo que nadie había considerado. En vez del acero, optó por el coque –material derivado del carbón– imprescindible en la fabricación del metal. Antes de cumplir los 30 años, Frick ya era millonario.
Para una sociedad burguesa y elitista, la fortuna no bastaba. Los viajes a Europa con el banquero Andrew Mellon, quien más tarde fundaría la Galería Nacional de Arte en Washigton, D.C., y el gusto por el arte le permitieron la entrada a un mundo aristocrático.
Don Andrew Carnegie reconocería a Henry como el Rey del coque, por lo que lo invitó a una sociedad que llevó a Frick a dirigir una de las más importantes empresas acereras del orbe. Enemistado con los sindicatos, sobrevivió a un atentado a manos del anarquista lituano Alexander Berkmann en 1895.
La vida familiar también se trastocó con la devastadora enfermedad de Marta, su hija predilecta. A los dos años ingirió un alfiler sin que nadie se percatara. Dos años después, invadida por infecciones y con severas hemorragias internas, un ennegrecido objeto asomó por el costado derecho de la pequeña. Por ese tiempo también murió el cuarto de sus hijos.
María Dolores Jiménez-Blanco señala: […] conoció a muchos otros artistas y coleccionistas. Frick descubrió un mundo nuevo. El arte le producía el placer que le había faltado por todo lo que había sufrido. A diferencia de otros coleccionistas Henry Clay Frick comenzó su acervo por el gusto de decorar su modesto hogar. Paulatinamente, refinamiento, suerte, buen gusto y ojo avisado, acabarían por integrar en plena Quinta Avenida, entre las elegantes calles 70 y 71, donde se levanta una sobria y deslumbrante casona de 5 millones de dólares que perteneciera a la familia Vanderbilt, una de las mejores colecciones de arte en Occidente.
Inspirada en los fondos de Antiguos Maestros Europeos de sir Richard Wallace, el acervo Frick nos permite viajar por la historia: Piero della Francesca, Bronzino, Bellini, Tiziano, Holbein, Veronese, Brueghel, El Greco, Rembrandt, Vermeer, Velázquez, Corot, Goya, Degas... a los que atinadamente sumó una impecable y hasta ese entonces poco valorada obra de retratistas británicos como Reynolds, Gainsborough y Romney, amén de los artistas del Rococó: Boucher y Fragonard.
Poco antes de su muerte en 1919, legó 15 millones de dólares para conformar la Colección Frick, que abriría sus puertas como museo público en 1931 luego de la muerte de su esposa.
Un acervo. Vocación. Sensibilidad. Generosidad. Redención. Esperanza. En palabras de Émile Zola: El arte es la naturaleza vista a través de un temperamento.
Info
Para planear una mañana o una tarde en el museo, es importante anotar que cierra el Día de Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo.
Ubicación: 1 East 70th Street, Nueva York, NY 10021
Teléfono: 212-288-0700
collections.frick.org
Horarios: martes a sábado: 10 a 18 h Domingos: 11 a 17 h
Lunes cerrado
Exposición temporal: Picasso’s Drawings, 1890-1921: Reinventing Tradition
Del 4 de octubre al 8 de enero de 2012
Texto: Alfonso Miranda ± Foto: The Frick Collection, New York, Michael Bodycomb