Desde Tyro hasta Trípoli
Ahlan wa sahlan, bienvenido, al mundo donde desde hace más de seis mil años se entremezclan los pasos de la humanidad, con escenas de guerras y amores, bellos edificios, jardines incomparables y barcos que zarpan hacia encantadores puertos desde una costa vigilada por montañas.
Región de conflictos, de conquistas, de guerras de religión, nunca suficientemente fuerte para construir un imperio, siempre invadida, deseada por otras grandes civilizaciones. El Oriente Medio, originalmente poblado por fenicios, ha visto pasar a los egipcios, asirios, babilonios, hititas, griegos, romanos, árabes, turcos, cruzados, ingleses y franceses.
Así, el Líbano invita a descubrir las huellas de la historia y su costa ofrece los puertos que crearon los fenicios. Al navegar por ese litoral cada escala es una ventana al pasado, y a su vez cada puerto invita a descubrir un mundo actual, fastuoso y carismático, fascinante y enigmático, una fábula viviente.
Desde Tyro hasta Saida
Herido por los últimos acontecimientos, el sur del Líbano es ahora tranquilo, y su gente encantadora nos recibe con cariño y curiosidad. Veníamos de Egipto y atracamos en el pequeño puerto de Tyro, donde los pescadores regresan con pocos peces, quizá por tantos siglos de explotación del Mediterráneo.
El puerto se encuentra en la zona cristiana, situada en una pequeña península, dominado por la gran iglesia, animada por los pescadores, la gente que va a misa, su pequeño mercado. La zona se adorna de edificios de gran encanto, casas tipo mediterráneo que bordean misteriosos callejones, que llevan a los restos de la iglesia de la Santa Cruz, tan importante para los cruzados.
A la orilla del mar, el sitio arqueológico de Al-Mina expone vestigios del puerto egipcio, del ágora romana y la calzada con sus columnas, de unos inmensos baños romanos y una sorprendente arena rectangular. A lo largo de la costa los elegantes edificios de la vida moderna miran hacia el océano, con su nueva mezquita construida al final de la extensa playa.
En el sitio arqueológico de Al-Bass encontramos una gran necrópolis con sus bellos sarcófagos, una calzada empedrada engalanada por un majestuoso arco de triunfo y bordeada de columnas, y un inmenso hipódromo.
En las montañas heridas por las guerras, zona de refugio de los palestinos, los pueblos curan sus llagas, los castillos de los cruzados dominan un bello paisaje: Tibnin, construido por Hugues de Sain Omer en 1104, o el castillo de Beaufort (Qala’at ash Shaqif), edificado en la época bizantina y conquistado por los árabes. La gente es muy acogedora, apacible, ocupada en su vida rural, los ríos que bajan de las montañas han forjado hermosos valles o grandes barrancos.
Zarpamos hacia el norte, recorriendo una costa baja donde se suceden largas playas y algunas zonas rocosas, descubriendo Sarafand (antigua Zarephath, donde tuvo lugar el milagro de Elijah, que revivió el hijo de una viuda, y famosa por su trabajo de vidrio), hasta llegar a Saida, llamada también Sidon, una de las ciudades más antiguas.
Saida o Sidon debía su auge al murex, ese molusco del cual se produce el tinte púrpura, y más tarde a sus objetos de vidrio, desde el siglo XIV a. C. El cementerio se encuentra sobre un antiguo depósito de conchas de murex, utilizado durante siglos. Es un tranquilo puerto protegido por el castillo del mar construido por los cruzados en 1229, y que le da un perfecto albergue. Es un importante puerto de pesca con una pequeña zona para yates o veleros, y la ciudad antigua se encuentra a su lado, dominada por los restos del castillo de Saint Louis en la colina.
Esa ciudad amurallada se recorre por medio de angostos callejones que guardan auténticos tesoros del pasado, como las mezquitas, los hammams, y el inmenso Khan Al Franj, un caravanserai que alojaba a los comerciantes y sus mercancías, con su inmenso patio central y sus arcos. Unos callejones pasan por debajo de las casas y desembocan en placitas donde los hombres fuman el narguile. Las conversaciones son muy animadas y la gente nos invita a platicar, a compartir, a sentarnos, a comer o a beber un té. Es una invitación para disfrutar de una vida sencilla y acogedora.
Desde Saida hasta Beirut
Siguiendo la playa dominada por la inmensa mezquita nos despedimos de Saida la bella, descubriendo unos pequeños acantilados que puntúan las playas, hasta pasar el aeropuerto de Vertí y a lo largo de la “corniche”, ese paseo marítimo bordeado de elegantes edificios, descubriendo las dos rocas Les Pigeons, símbolo de la ciudad y llegar a la marina.
Lo primero que sorprende de esa gran metrópolis al pie de las montañas es la intensa vida inmersa en ruidos propios de las ciudades y música oriental. La gente quiere divertirse, disfrutar del tiempo, y también deseando momentos de paz.
En el antiguo barrio de estilo art déco, alrededor de la Place de l’Étoile, enteramente restaurada, las terrazas de los cafés y restaurantes se llenan, las conversaciones se animan, hombres y mujeres fuman la pipa de agua o narguile, los bares deslumbran con el fantástico deseo de gozar de ese encantador estilo de vida. Las heridas del pasado turbulento se van desvaneciendo, los edificios se cicatrizan y se restauran con el esplendor de su arquitectura, la ciudad resurge sobre las huellas de su rica historia.
En el barrio de la Place de l’Étoile los edificios de piedra caliza dorada albergan tiendas de grandes marcas, como Cartier, Gucci, Boss, entre otras, que deslumbran con sus vitrinas. Las conversaciones en las terrazas son la dulce música de un maravilloso ambiente.
Las mezquitas, las iglesias, las ruinas de los templos romanos, los restos fenicios conviven, los lugares sagrados han cambiado de religión, como la mezquita Al-Omari, que era originalmente la iglesia de San Juan Bautista, o la soberbia catedral de San Jorge que es de culto maronita. La gran mezquita alza sus torres doradas hacia un cielo azul, protegiendo las torres de la vecina iglesia.
En la calle Gouraud se juntan los restaurantes y bares de moda, la terraza de Paul, la mejor pastelería de Beirut, se llena de gente guapa con coches despampanantes. En el barrio Achrafiye los elegantes edificios conviven con los bares, restaurantes y un modernísimo centro comercial. El Albergo, un exquisito hotel decorado con antigüedades orientales, es un refugio ideal para alojarse en la ciudad que vibra al ritmo de un renacimiento lleno de la fiebre de gozar de los placeres de la vida, de las noches cálidas.
En la corniche la gente pasea por las tardes, musulmanes y cristianos se encuentran, los pescadores desafían el atardecer para atrapar al mejor pez, los elegantes departamentos admiran el mar y su horizonte que ha visto zarpar tantos barcos a lo largo de los siglos. La marina, en la bahía Saint George, espera el retorno de la vida mediterránea, como en el tiempo en que Beirut era la fiesta perpetua del verano ardiente, cuando era el pequeño París de Medio Oriente. En su orilla se están construyendo los mejores hoteles.
Baalbeck y el valle de la Bekaa
Pasando la montaña que domina Beirut se alcanza el fértil valle de la Bekaa, vestido por sus árboles frutales, sus viñedos y sus campos de cultivo, trabajados desde tiempos ancestrales. Unas cavernas naturales han sido convertidas por los jesuitas desde 1857 para almacenar las barricas de encino, donde envejecen el vino, y ahora se agrandaron para tener dos kilómetros de extensión. El vino Ksara es famoso, producido por cepas sembradas desde el siglo XVIII.
Zahlé, pequeña ciudad escondida en un cañón donde corre el torrente que baja del Monte Líbano, es famosa por sus restaurantes, sus fiestas, sus elegantes casas y la concurrencia de muchos visitantes de fin de semana o vacaciones.
Baalbeck fue sin duda la gran ciudad del valle. Creada por los fenicios, conquistada por Alejandro Magno, que la llamó Heliópolis (Ciudad del Sol), fueron los romanos quienes edificaron su belleza a partir del 60 a. C. Y cuando el cristianismo se impuso, en el siglo III, la ciudad seguía embelleciéndose. Más tarde sus inmensas columnas se desmantelaron y sirvieron para la construcción de Santa Sofía en Constantinopla. Finalmente, los musulmanes utilizaron sus piedras para edificar una ciudadela. Las elegantes columnas sostenían unos techos adornados de capiteles, de frisos, unos dinteles con cabezas de leones como gárgolas, unos nichos con elegantes estatuas, y las fuentes eran el toque final de la elegancia de esa hermosa ciudad. El impresionante templo de Júpiter la domina, tenía entonces 54 columnas de 22.9 metros de altura, las más grandes del mundo, y hoy en día sobreviven sólo seis, como desafiando al tiempo, sobre las cuales descansan los bloques de piedra esculpida que formaban el techo.
El extraordinario templo de Bacchus era efectivamente dedicado a Venus y alza su pórtico con 15 columnas en los lados y ocho en las fachadas. Es uno de los templos más decorados del mundo romano, y así Baalbeck rivalizaba en belleza con Roma. Sus ruinas son el testimonio de esa grandeza, donde los humanos querían impresionar a sus dioses.
Anjar, otro tesoro del valle, es considerada como la ciudad musulmana más antigua conocida. Destacan sus calles trazadas al estilo romano, bordeadas de aceras cubiertas con arcos, los restos del antiguo palacio del califa Umayyad que la dirigía y el hammam.
Desde Beirut hasta Biblos
Al norte de Beirut las montañas se acercan al mar, la costa es más rocosa, con pequeños enclaves para albergarse, con hermosas playas y sorprendentes cavernas. La autopista sigue la costa construida todo a lo largo con grandes edificios, muchos restaurantes y algunos vestigios de la antigüedad, en las laderas de las altas montañas.
Jounieh es una ciudad que vibra con el ambiente de fiestas del verano, famosa por sus discotecas repartidas por la bahía, y por una costa con hoteles, restaurantes y antros que bordean las mejores playas de agua turquesa.
Biblos, llamada Jbail, conserva el encanto de su pequeño puerto fenicio, con sus callejones empedrados que bajan al mar, con sus antiguos edificios que han sido restaurados y albergan interesantes tiendas que venden fabulosos fósiles de camarones, pescados o moluscos.
A la orilla del mar se encuentran las ruinas de la antigua ciudad, con el castillo de los cruzados construido por los francos en el siglo XII, la muralla, los restos de los antiguos templos de Resheph y de Balaat Gebal que datan de los siglos III y IV a. C., o el de los obeliscos que fue deificado en el siglo XIX a. C., los restos del teatro romano.
En la ciudad medieval, además de la zona del soco, destaca la iglesia de San Juan Bautista y el puerto, protegido por sus torres guardianas entre las cuales se extendía una cadena. Ha sido un puerto importante desde la antigüedad, desde el cual se exportaba la madera de cedro, y en los años de las décadas de 1950 a 1970 era el lugar favorito del jet set que lo invadía durante el verano, haciendo del Club de Pesca el reino de su dueño, Pepe el Pirata, el lugar de mayor fama, donde desfilaban las estrellas de cine. Ahora es un pequeño pueblo tranquilo que vibra los fines de semana al son de las terrazas de cafés invadidas, de sus bares, con un ambiente relajado y goza de un maravilloso atardecer.
Desde Biblos hasta Trípoli
La costa sigue el relieve de las montañas, con hermosas playas delimitadas por rocas, sembrada de lugares de veraneo, donde encontramos a Batroun, un pequeño puerto de pescadores maronitas, en su mayoría, cuya historia remonta al tiempo de los egipcios.
Pasando el cabo Qubba descubrimos la bahía de Chekka y el pequeño pueblo de Enfe, con su marina del sol donde los modernos apartamentos se rentan para el verano.
Finalmente llegamos a Al Mina, el gran puerto de Trípoli, con su agradable corniche (malecón), donde se alojan los mejores restaurantes y cafés de la ciudad. El puerto es inmenso, uno de los más activos, y las islas Palmas adornan el horizonte, lugar elegido por una gran variedad de aves.
Trípoli es una ciudad muy animada y la parte antigua conserva los callejones de su soco, las bellas fachadas de las medersas y mezquitas, la intimidad de sus hammams, la grandeza de sus caravanserai, el olor a aceitunas y a pasteles de miel y pistaches. Los monumentos, como la gran mezquita la Madrasa Al Qartawiyya, Khan as-Saboun, donde se venden los perfumados jabones, son el encanto de esa ciudad, que conserva su aire medieval, dominada por la fortaleza de Raymond de Saint Gilles. Es un gran placer descubrir sus placitas, sus cafés, platicar con la gente mientras fuman el narguile, disfrutar de la excelente comida.
El Valle de Qadisha
Para visitar las montañas tomamos por unas angostas carreteras que recorren los impresionantes barrancos. Los pueblos encontraron hermosos sitios para prosperar, hay castillos que marcan el paso de los cruzados, y santuarios e iglesias rememoran a los santos.
El Valle de Qadisha permite descubrir un impresionante barranco que baja de los montes, con el hermoso pueblo de Bcharré dominado por sus campanarios, en medio de las montañas más altas del Monte Líbano (2823 m), donde podemos descubrir los últimos famosos cedros, testigos de los bosques que existían antes, y la mejor estación de esquí con excelentes pistas que funcionan hasta abril. Ese valle aloja los más hermosos pueblos maronitas, con sus antiguas iglesias cuyas campanas visten de música mística las laderas de los montes. Es una región sorprendente y hermosa, llena de vestigios religiosos, capillas sagradas y sitios de peregrinación como Ehden, la capilla de Mar Chmouni, Deir Qannoubin, lugares santos que llevan siglos de vida, a veces construidos usando unas grutas naturales. B’qaa Kafra es el pueblo más alto del Líbano (1750 m) y es famoso por ser el lugar de nacimiento de San Charbel, el santo más importante del Líbano
Los cedros del Líbano han sido testigos de la gloria de una región marcada por el paso de la historia universal, y adornan la bandera de esa patria. Después de haber sido explotados durantes siglos y siglos los bosques de cedros han desaparecido y sólo quedan unos pocos que se adornan con nieve en el invierno.
Líbano es un país que conquista por la belleza de su paisaje, los fabulosos vestigios de variadas épocas, desde los fenicios hasta el tumultuoso mundo actual y el simpático desorden de sus ciudades modernas. Pero fundamentalmente el Líbano seduce por su gente, guapa y encantadora, orgullosa y cariñosa, cordial y platicadora.
Es un fabuloso tesoro del Mediterráneo, a pesar de ser una tierra que ha vivido el derramamiento de sangre provocado por las ambiciones de los seres humanos.
Nuestra ruta siguió hacia el norte, por la costa de Siria, pero eso ya es otra historia, donde el pasado resurge en cada rincón, donde las ciudades de la antigüedad nos enseñan cómo han admirado los pasos de Jesús, de los romanos y de los cruzados.
Texto: Patrick Monney ± Foto: Patrick Monney.