Del Caribe francés a las Antillas holandesas

Una isla ha sido dividida, un paraíso se ha inventado y el mar ha pintado sus costas con los colores más exquisitos. Saint Martin es como una piedra preciosa en el Caribe, y permite navegar en aguas francesas y holandesas a la vez.

 Pequeño edén surgido del mar, parte del collar de islas que cierran el Caribe al este, Saint Martin es diferente. Tiene su carácter, su personalidad, es como un tesoro de las “West Indies”: con dos caras, dos idiomas y dos culturas. Sus compañeras más cercanas, Anguilla, inglesa, y Saint Bathélemy, francesa, le envidian ese doble temperamento, donde vibran dos corazones que cantan con dos coros una sinfonía cultural.

 

 

 

La leyenda nos cuenta que dos marineros, uno francés y otro holandés, se encontraron en la Baie Longue, y decidieron definir los límites de la isla, para lo cual le dieron la vuelta, cada uno por su lado y hasta encontrarse de nuevo los dos marineros.

El lado francés resultó más grande porque el marinero holandés era gordo, lento y tomaba ginebra mientras andaba. Ahora la frontera existe sólo por su letrero, y se pasa de un lado al otro sin parar. Sin embargo, el ambiente cambia, como si el gordo marinero hubiera dejado una huella indeleble.

Saint Martin tiene su estilo galo, con pequeñas aldeas, tiendas elegantes, restaurantes de gastronomía refinada, y sus noches silenciosas. Sint Maarten vive al ritmo de sus grandes hoteles y casinos, de sus bares y discotecas ruidosas, de sus joyerías que venden los mejores diamantes o esmeraldas, de sus neones que alumbran las noches blancas.

La gente es encantadora, sea cual sea el idioma que hable, aunque el inglés es la lengua universal, superando en esto al francés, y al patois o criollo, por otro lado, junto a estos el holandés también es muy común.

 

 

Los habitantes destacan porque pertenecen a diferentes razas, vienen de varias partes del mundo, resaltan por sus colores y rasgos tan diversos, como si el planeta entero se hubiera encontrado para formar el alma de una pequeña isla, trayendo sus culturas y religiones, inventando un mundo de armonía cultural. Europeos, africanos, asiáticos, hindúes, entre otros, conviven en armonía en ese pequeño nirvana surgido de los vientos que barren la historia.

 Nos alojamos en el hotel más exclusivo de la isla, uno de los mejores del Caribe: La Samanna, al borde de un pequeño acantilado que delimita una larga playa de arena blanca bordeada por el mar turquesa. Este hotel, escondido en un jardín tropical, tiene habitaciones que son un refugio para disfrutar de una espectacular vista; y como si esto fuera poco, su chef se ha dedicado a crear una fascinante cocina de fusión.

Nuestro velero se encontraba en la marina de Marigot, la capital francesa. Desde aquí empezamos nuestro recorrido alrededor de la isla, que se divide en dos zonas de relieve diferente. Al oeste es un atolón de tierras bajas que rodea a una laguna. El este es un conjunto de colinas (la cima más alta tiene 420 metros, y es el Pico du Paradis) y lagunas que se insertan entre las lomas, y bahías que recortan la costa salpicada de islotes y arrecifes de coral. Aquí el mar es muy colorido, el cielo estalla de azules, aunque también se pinta de nubes amenazadoras que explotan en lluvias tropicales.

 

 

 

Desde Marigot hasta Ilet Pinel

Marigot es un auténtico pueblo francéés al pie de la colina dominada por el Fuerte Saint Louis, desde el cual la vista es espectacular. Los callejones llevan a la marina, el mercado de frutas recuerda el ambiente del sur de Francia, las terrazas de los restaurantes adornan los muelles de la Marina Port La Royale (donde habíamos atracado).

Esa marina ofrece todos los servicios y es el mejor lugar para preparar el velero antes de navegar, mientras hacíamos esto escuchábamos las campanas de la iglesia anunciando la misa, y por supuesto que disfrutamos de unos buenos pasteles en La Vie en Rose.

Cada restaurante invita a descubrir los placeres de la cocina francesa, cada terraza permite disfrutar de un pastis a la hora del aperitivo, y hay gente que juega a la petanque, juego popular, con bolas de metal, en el sur de Francia. El encanto es su infalible seducción francesa.

Los vientos del Caribe saben sorprender, por ser cambiantes, el sol se esconde rápidamente detrás de unas nubes cargadas de lluvia o el cielo se cierra como si nunca más fuera a salir la luz.

Esa mañana, cuando empezamos nuestro recorrido, el clima estaba favorable y el servicio meteorológico anunciaba un buen día. Las colinas se perfilaban como surgiendo del mar, cuyos colores no dejan de sorprender nunca, pasando del blanco al celadóón, al turquesa, al azul profundo.

 

 

Fue un día de navegación placentera hacia el este, descubriendo la Bahía de la Potence, con su playa de arena blanca y las pequeñas casas que la bordean, antes de pasar la Punta Arago, rocosa, donde los acantilados caen al mar.

Al fondo de la Anse Guichard descubrimos la Bahía Friar, y pasando la Punta Molly Smith se abre la gran playa de arena dorada de la Bahía de Grand Case, donde se aloja el pueblo atrapado entre el mar y la laguna, con su pequeño muelle y su canal que permite entrar en la laguna donde surgen las salinas. Grand Case tiene fama por su alta cocina y es el lugar ideal para disfrutar de unas exquisitas langostas asadas antes de seguir nuestro recorrido.

La Colina Bell, al final de Grand Baie, se termina en el mar con una serie de pequeñas rocas, Crowl Rock, sitio conocido para bucear, y esconde una bahía cerrada, Anse Marcel, bien protegida, reconocida por todos los navegantes por su excelente Marina del Resort Meridien, que ofrece seguridad de atraque, buenos restaurantes y maravillosas compras. Sin embargo, decidimos ser más aventureros y seguir nuestro recorrido, pasando los “Petites Cayes”, una serie de pequeños cayos al pie de la meseta de Red Rock, que marcan la puerta del lado del Atlántico, con olas más fuertes, para seguir entonces hacia los “Grandes Cayes”, donde la navegación se dificulta por la presencia de arrecifes a lo largo de la costa. La sonda nos indica siempre la profundidad y el relieve del fondo es muy sorprendente.

 

 

Finalmente llegamos al Ilet Pinel, una gran isla muy cercana a la costa donde encontramos un refugio natural ideal, protegidos de los vientos y las olas, para pasar la noche. Dedicamos el resto del día a bucear en un verdadero paraíso acuático, donde los peces de colores compiten en belleza, y el coral conserva todavía una cierta integridad con sus colores vivos.

El sol se acostaba del otro lado de Saint Martin y frente a nosotros el Étang de la Barrière y sus salinas se pintaban de tonos rosas y morados.

 

Desde Ilet Pinel hasta Philipsburg

Durante la noche nos sorprendió una lluvia fina acompañada por un poco de viento, pero nuestro refugio estaba seguro. El sol nos despertó de golpe, alumbrando el velero con un calor ardiente, el mar tomó de nuevo sus tonos maravillosos, dejando su vestido de noche.

Empezamos nuestro recorrido de la gran bahía Orientale, con su larga playa de arena blanca, bordeada por unas casas de techos y muros coloridos. Y para completar el panorama idílico: sus atractivas palmas de cocos.

 

 

Es la playa favorita de los habitantes, muy famosa para el windsurf, con su ambiente de fiesta perpetua acompañada por bandas de reggae y calipso, su club naturista Orient, sus bellas olas para surfear y la brisa del océano. La bahía se termina en Caye Verte, una isla rodeada por cayos peligrosos para la navegación, aunque famosos para bucear.

La Bahía de l’Embouchure no permite el acceso a la costa por sus fondos muy bajos, por esto nos anclamos, para bajar con la pequeña embarcación y conocer la hermosa playa, con palmas de cocos, y donde el mar toma unos tonos sorprendentes, como si un artista hubiera inventado esos colores soñados por un dios.

Pasamos por la Laguna L’Étang aux Poissons para conocer la Ferme aux Papillons (la granja de mariposas), que contiene una impresionante colección de mariposas en libertad que son muy activas durante las mañanas y generan manchas coloridas en el aire. Descubrimos la pequeña aldea de Quartier D’Orleans, antigua capital del lado francés hasta 1768, un tranquilo pueblo que se encuentra a la orilla de la frontera.

 

 

Siguiendo la costa hacia el sur pasamos por unas playas sorprendentemente bellas, con sus arrecifes de coral: Baie Lucas y Oyster Pond, que marca la frontera y donde se encuentra una pequeña marina muy acogedora, Red Pond Bay. La costa holandesa se vuelve muy salvaje, con cactus creciendo en las lomas que terminan en acantilados, donde se deslizan los vientos del Atlántico, ofreciendo unas zonas interesantes para los buzos.

Guana Bay es una hermosa playa de arena blanca protegida por la roca Popes’s Head y donde las colinas vírgenes se suceden una tras otra.

Seguimos este rumbo hasta encontrar un pequeño pueblo de pescadores antes de pasar Point Blanche, el cabo que nos permite penetrar de nuevo en el mar Caribe y descubrir la hermosa Great Bay, donde se encuentra Philipsburg, la capital holandesa.

Philipsburg fue fundada en 1733, está protegida por los fuertes Willen y Ámsterdam, al oeste, y por el viejo fuerte español en Punta Blanche al este. Philipsburg se halla en una angosta lengua de tierra atrapada entre el mar y la Laguna Great Bay Salt Pond. Esta laguna, de aguas estancadas saladas, será rehabilitada para volverla un santuario de pájaros. El puerto ofrece el albergue ideal para los grandes cruceros, y nosotros atracamos en Boby’s para pasar la noche y visitar el encantador pueblo a la orilla de una larga playa de arena blanca. Las casas de madera, de arquitectura típica de los siglos XVIII y XIX lucen de colores vivos, las dos calles paralelas recelan de tiendas de ropa, como Gucci y Boss, y de joyas que son el gran premio de los viajeros de los cruceros.

 

 

El encantador Courthouse, construido en 1793 en Wathey Square, es el centro de la ciudad. Está ubicado justo frente al pequeño muelle, que atrae a esos visitantes dispuestos a gastar dinero. Es un placer tomar un aperitivo en Pasang-Grahan, que originalmente fue casa de huéspedes del gobierno y hoy es el albergue más antiguo de la isla. Hay que recordar que aquí se alojó la reina Wilhelmina y su hija Juliana durante la Segunda Guerra Mundial.

Su atmósfera se llena del sabor del pasado, el atardecer se pinta de variados colores mientras las lanchas recorren la bahía, es la hora para disfrutar de un guavaberry, coctel  a base de ron y un licor de frutitas rojas que crecen en la isla. 

La noche se alumbra con los neones de los casinos, de los bares y de las discotecas, y Philipsburg se muestra como la ciudad de la fiesta eterna, y comparada con la tranquila Marigot, donde la vida es pacífica, aquí todo se vive de modo desenfrenado. Es una ciudad muy divertida, y esto dura hasta muy entrada la madrugada.

 

 

Desde Philipsburg hasta La Samanna

Al amanecer una ligera brisa de noreste a suroeste nos acompañó para dirigirnos hacia Saint Barthélemy, sitio que queríamos conocer y sobre todo gozando mucho de la navegación que seguía muy placentera... cuando de repente... el viento cambió: de frente, fuerte y nubes amenazadoras. Ese panorama nos obligó a cambiar nuestro plan, cuando empezábamos a disfrutar de la bella vista de las montañas de Saint Barth, y regresamos a Sint Marteen con viento en popa.

Una vez protegidos de nuevo por Point Blanche descubrimos Little Bay y su listón de arena blanca al pie de las colinas de Fort Willen, el Divi Little Bay Resort, la protegida Cay Bay y Cole Bay con sus casas que dominan el mar, principio de Simpson Bay, donde se encuentra el aeropuerto.

El pueblo de Cole Bay se ha instalado a la orilla de la inmensa Laguna Simpson Bay, al otro lado de la cual se encuentra Marigot. Un canal permite el acceso a la laguna desde el mar para llegar a las fabulosas marinas de Port de Plaisance y Simpson Bay. Aquí dejamos el velero para disfrutar de una excelente comida: pescado fresco saboreado a la orilla de la laguna.

Navegando a lo largo de Simpson Bay, pasamos Beacon Hill con su hotel y sus casas, seguimos por la playa de Maho Bay, al final de la pista del aeropuerto, y pasamos por el pueblo de Maho con sus hoteles y casinos, famoso por sus eternas noches de diversión.

Mullet Bay es una larga playa muy popular, y empieza entonces Cupecoy Beach, donde un pequeño acantilado de color dorado, esculpido con elegancia por los vientos y el mar, protege unas tranquilas playas donde el traje de baño es opcional.

 

 

Al pasar el último acantilado, donde se encuentra la frontera oeste, llegamos a Long Bay, y nos anclamos frente al hotel La Samanna para pasar la noche, reencontrarnos con nuestro amigo el chef y disfrutar de una exquisita cena a la hora idílica, cuando el sol desaparece en el horizonte del Caribe. Hora en que los tonos turquesa y celadón se esfuman y las palmas de coco dejan de bailar, y todo queda como envuelto en una serenidad perfecta.

 

Desde La Samanna hasta Marigot

Nuestro último día nos permitió recorrer Long Bay, la Pointe du Canonnier y la Falaise des Oiseaux, que delimitan la región de Terres Basses (Tierras Bajas), donde se esconden maravillosas villas entre la vegetación baja.

Baie Rouge ofrece una extraordinaria playa muy concurrida por los surfistas, y al pasar la Pointe de Bluff, un paraíso para bucear o simplemente nadar con el visor y observar una fauna marina muy diversificada y colorida, entramos en la Bahía Nettlé, para finalmente penetrar por el Canal de Morne Rond y atracar en el muelle de Anyway Marina, nuestro proveedor del velero, en Marigot.

El viaje había terminado. Nuestros ojos estaban llenos del sorprendente color del mar, que cambia según los fondos, según el sol. Teníamos sabor a Francia, ritmos frenéticos de las noches desenfrenadas holandesas, el gusto de la buena sazón francesa, la diversión de un coctel holandés y los recuerdos llenos de una costa que no deja de sorprender.

`Saint Martin tiene dos almas que bailan con sones diferentes, pero en el fondo es un pequeño paraíso que vibra con un solo corazón. Sinfonía de azules del mar que lame el listón blanco de su arena, la isla de dos pasaportes: enamora y ata a ese sabor de paraíso. Saint Martin seduce, Sint Maarten embriaga, las dos forman un amor de isla, una joya que brilla en el horizonte turquesa y baila al ritmo de la música caribeña.

 

     

Texto: Patrick Monney ± Foto: Patrick Monney.