Buenos Aires brilla con mil luces y su reflejo baila al compás del tango en el Río de la Plata. Los teatros se llenan, los restaurantes están abiertos hasta la alta madrugada, de los antros se escapan sonidos roqueros o llantos a la Gardel. La ciudad más europea del Cono Sur es una estrella con fondo de melancolía, y la marina de Puerto Madero acoge nuestro navio antes de explorar el inmenso Río de La Plata, que desemboca en el Atlántico coronado por una de las playas internacionales más visitadas en esa zona. Punta del Este, la elegante capital del verano en tierras de la República Oriental del Uruguay.

Fundada en 1536, Buenos Aires empezó realmente a crecer con la llegada de los inmigrantes europeos, principalmente italianos, a partir de 1840, y ahora es una capital que vibra con sus diferentes barrios.

 

 

La Recoleta es el corazón de la zona elegante con sus tiendas de marcas al lado de los museos, sus hoteles de lujo, sus terrazas siempre llenas de gente tomando el sol, viendo a quien ven y quien los ve. Mujeres hermosas y galerías de arte. Los parques se llenan los fines de semana de artesanos y curiosos, en el césped algunos gozan del sol, siempre hay algo que ver después de visitar el cementerio con las tumbas de los famosos como Evita Perón. El centro es el tumulto de la calle Florida, la elegancia de la Av. 9 de Julio con el Teatro Colón, la turbulenta historia que guarda la Plaza de Mayo dominada por la Casa Rosada, la Catedral, el Cabildo y donde desemboca la sombreada Av. de Mayo con sus elegantes edificios y el mítico Café Tortoni.

San Telmo es el barrio bohemio, con sus calles empedradas, sus tiendas de antigüedades y en la Plaza Dorrego, donde los domingos se instalan el mercado de las pulgas y sus eternos bailarines de tango callejero. La Boca es otro barrio tanguero, con sus casas pintadas de colores vivos, la famosa calle Caminito que supo cantar Gardel, habitada por artistas, restaurantes y turistas.

 

 

 

Zarpamos de Buenos Aires

Buenos Aires es una ciudad que tiene varios corazones, cada uno late a un ritmo diferente con un sabor peculiar, el tango de La Recoleta no es el mismo que el de La Boca, pero en el corazón del porteño el tango está anclado para siempre.

Puerto Madero, la antigua zona de los almacenes, se ha vuelto un lugar de moda para comer, y su marina es acogedora. Por la mañana, cuando las notas de la música del arrabal descansan, salimos discretamente de Puerto Madero, pasamos la Dársena Norte, donde se anclan los buques que van al Uruguay, y navegamos hacia el oeste, con el agua plana y plateada, y nada de viento.

Navegamos con motor y llegamos rápidamente al delta que forman los ríos Luján, Tigre y Paraná, donde hay más de 2,000 km de canales, algunos habitados por hermosas casas de fin de semana. Es la Venecia argentina escondida entre su vegetación y sus bellos jardines. En sus riachuelos la pesca es buena, las garzas lo saben; en el mercado del Tigre se venden frutas, artesanías y las mejores parrilladas, y en el río Paraná de las Palmas se realizan competencias de remos.

Lo exploración de esos encantadores canales, cruzando el Paraná Mini, el Paraná principal y el Paraná Guazú, nos llevó a la boca del río Uruguay que desemboca en el Río de la Plata mucho después de las maravillosas Cataratas del Iguazú. Las playas de arena marrón, una vegetación mediterránea y una ligera brisa crean el ambiente de esa zona, donde los fondos bajos incitan a navegar con precaución antes de entrar en el Arroyo de las Vacas y hasta su marina.

 

 

Ya en el Uruguay

Carmelo es un pueblo tranquilo en medio de una campiña hermosa. Descubrimos la encantadora Granja Narbona en medio de las viñas, con su albergue rupestre donde se come el excelente queso de la región acompañado por los ricos vinos que saben a sol y tierra arenosa.

El Four Seasons Carmelo es otra de las sorpresas, con su campo de golf de 18 hoyos, su relajante spa, el tenis, la playa, la alberca y la paz. La Estancia de Narbona fue construida en el siglo XVIII y ahora es una ruina que atestigua la grandeza de su pasado como hacienda, con su capilla.

La campiña uruguaya es una invitación a respirar el aire puro en medio de la vida sencilla y natural, disfrutando de buenas pláticas con su gente encantadora alrededor de una deliciosa parrillada o de un partido de polo, admirando el trabajo de los gauchos cuando juntan el ganado o cuando llega el momento de rapar los borregos.

Sol y aire fresco, brisa ligera, tendencia este, son las condiciones del nuevo día de navegación, siguiendo una costa ondulada por pequeñas colinas verdes hasta llegar a Colonia del Sacramento, que se encuentra justo frente a Buenos Aires, a una hora en buque bús y que ofrece una muy acogedora marina.

 

 

Fundada por el portugués Manoel Lobo en 1680, adquirió importancia gracias al contrabando que en sus muros circulaba para contrapesar el monopolio mercantil que ejercían los españoles en la región. Productos ingleses encontraban su camino hacia la colonia española en argentina a través de intercambios sospechosos con los portugueses. Los mercaderes de Colonia se hacían muy ricos, construyendo hermosas casas, donde se comerciaba el oro, la plata, las piedras preciosas las mercancías inglesas o alemanas y los esclavos negros. sin que los españoles pudieran sacar provecho.

Finalmente la conquistaron en 1762 y después de 1777 el comercio declinó, haciéndose directamente en Buenos Aires. Ahora es un pueblo tranquilo donde el sol pinta de color plateado los callejones empedrados, las casas de techo alto abren sus largas ventanas enrejadas al son de la brisa que se eleva desde el rio. Su muralla conserva el encanto del misterioso pasado, cuando los piratas penetraban por su puerta.

La Calle de los Suspiros guarda las intrigas amorosas de las hijas de los comerciantes, a la sombra de faro. y los patios de las casas se esconden detrás de las fachadas coloniales con su vegetación mediterránea y su fuente. A la orilla del río los pescadores atrapan peces en el atardecer, la gente pasea platicando de futbol de polo, de una buena parrillada, de los antiguos coches que se encuentran por todo el país en maravilloso estado y que son una verdadera pasión para los uruguayos.

 

 

La catedral, edificada en 1680, fue varias veces modificada hasta ser finalmente reconstruida en 1842, y domina orgullosamente la Plaza de Armas. Colonia es una encantadora escala que nos transporta al pasado.

El sol salió acompañado con algunas nubes, un buen viento soplaba en dirección este, lo que nos servía para dirigirnos hacia Montevideo, que alcanzamos rápidamente sin necesidad de maniobrar, siguiendo la costa verde.

Cuando llegamos el sol brillaba de nuevo, una ligera brisa contraria desde el Atlántico, el aire olía diferente, con sabor a yodo, el agua tenía ese color café-plateado pero ya no era un río. Contorneamos el muy activo puerto, la ciudad vieja que se alza enfrente de los edificios modernos y la Punta Brava con su faro para instalarnos en la costa este, en la fabulosa marina del Puerto del Buceo.

En la playa Pocitos la gente gozaba de la llegada del calor, tendidos, caminando, platicando saboreando el mate o jugando futbol. Montevideo es una ciudad encantadora, una gran metrópolis con sabor a campiña, un puerto de río con aroma a mar, un mundo moderno salpicado de gustillos del pasado.

La Plaza de la Independencia, enmarcada por altos edificios, es el punto de partida ideal para descubrir el Teatro Solís, la antigua puerta de la ciudadela que se abre sobre la calle Sarandí, peatonal y comercial, que lleva a la Plaza de la Constitución dominada por la Iglesia Matriz y el Cabildo.

 

Montevideo, la bella

Entonces empiezan una serie de callejones con bellos edificios, palacios y museos, es la Montevideo del pasado que vive todavía al ritmo de su Mercado del Puerto, donde se comen los mejores mariscos, pescados y parrilladas. El ambiente de ese típico mercado es una romería permanente, la gente conversa y se abraza, las risas abundan y se sienten los aromas del jamón serrano, de los quesos, chorizos, paella...

Al contrario, en el barrio Carrasco, con sus avenidas sombreadas y bordeadas de elegantes mansiones, los restaurantes compiten en elegancia, los bares reciben a los jóvenes que traen el coche de último modelo. Las playas de la parte este, cada lado de Punta Gorda, anuncian el mar, y son muy concurridas por los montevideanos que disfrutan de su belleza.  

 

 

El cielo azul no se manchó de nubes en ese día de placentera navegación que nos llevó a Punta del Este, con un leve viento en contra, obligándonos a cambios de dirección. El litoral exponía sus playas de arena dorada, adornado por el listón verde de la vegetación y varios pueblos o casas de veraneo. Ese río sabía cada vez más a mar.

Piriápolis es un exquisito puerto al pie del cerro San Antonio, olvidado en el invierno, renaciente con la llegada del verano y de la gente que viene a gozar de sus playas, dominado por la belleza del Hotel Argentino, rococó, testigo del pasado. Piriápolis es una excelente escala para comer la famosa parrillada de mariscos del restaurante La Langosta.

 

 

Punta del Este

La navegación de la tarde, con la misma brisa, nos permitió recorrer la hermosa bahía entre Punta Negra y Punta Ballena, donde se alojan bellas casas y la extravagante casa- pueblo de Carlos Páez Vilaró. Finalmente, alzando sus torres en el horizonte, apareció Punta del Este al final de una larga playa de dunas dominadas por pinares.

Pasando la isla Gorriti, que destaca por sus hermosísimas playas de agua transparente y las ruinas de la fortaleza de Santa Ana (siglo XVIII), entramos en la marina del puerto protegido del Atlántico por la punta que domina el faro azul. Punta del Este es la vida del verano caliente, sus restaurantes son los sitios a los que acuden los visitantes para comer y para ser vistos y ver quiénes están.

Los restaurantes cambian de moda, las modas cambian de lugar, las fiestas se organizan en las mansiones inmersas en el bosque de pinos, las playas se llenan, unos prefieren las tranquilas del lado oeste, otros las del este, donde golpean las olas del Atlántico, entre las cuales pescan las focas. Las más elegantes tiendas de ropa visten las avenidas, la avenida Gorlero brilla de colores por sus anuncios, los casinos imitan a Las Vegas y los restaurantes cascabelean con las voces y el ruido de los cubiertos, sirviendo los mejores mariscos, parrilladas de pescados, embutidos o suculentas carnes.

 

 

 

Las playas empiezan su vida tarde porque las noches son largas, y descubrir el amanecer desde playa Brava es un goce diario. Hacia el norte, las playas del Atlántico se alargan con sus dunas de arena dorada, las olas desafían alos barcos y nos aventuramos hasta el encantador pueblo pesquero de José Ignacio, dominado por su faro, pasando La Barra, pequeña aldea de bellas casas donde desemboca el arroyo Maldonado, lugar favorito de los surfistas.

La Isla de Lobos, a seis millas de la costa, es un refugio para 300,000 focas sureñas, y fue declarado reserva natural. Las lagunas costeras son el hogar ideal para la variedad de aves que allí abundan, como pelícanos, patos, garzas, que encuentran sus alimentos favoritos en esos sitios.

Aprovechando los dos días en Punta del Este, no faltamos a la cita de la tarde para tomar el té con sabrosos pasteles en el famoso Hotel Art Las Cumbres, que domina, desde la Colina de la Ballena, el espectacular escenario de la Bahía de Punta del Este, donde se acaba el Río de la Plata y empieza el océano. Es un lugar ideal para encontrar a los famosos, los que llenan las páginas del glamour de la punta más conocida del Cono Sur. A la sombra de su faro se aloja un barrio de elegantes casas que atestiguan la fundación de esa playa exclusiva, pero las más impresionantes se esconden en los bosques de pinos al margen de la ciudad de edificios. Punta del Este ha sabido conservar su fascinante ecosistema al lado de una ciudad que vibra en el calor del verano y se apaga con el frío del invierno cuando los vientos del sur traen un aire polar.

 

 

Con un cielo azul deslavado y un viento dominante suroeste, señal de la cercanía de un mal tiempo, zarpamos temprano para nuestro último día de navegación hacia Buenos Aires. El viento nos empujaba casi en línea recta, el mar azul poco a poco se transformaba en un río de color marrón. En el horizonte desaparecían las costas del Uruguay y al sur surgían las de Argentina. La silueta de Montevideo se había desvanecido mucho antes que se asomara la de Buenos Aires.

Gracias a ese buen viento alcanzamos Puerto Madero cuando las luces de la capital del tango se reflejaban en el río, tiñendo de oro el río plateado, pintando de rosa las nubes que al este estaban apareciendo. Envueltos en el tumulto de la gran ciudad, olvidamos el cansancio y el remolino de la actividad nocturna nos llevó a admirar los mejores bailarines de tango en el Café Tortoni.

El Río de la Plata es una gran sonrisa abierta en la costa atlántica de América del Sur. Alimentado por los cursos de los ríos Uruguay y Paraná, alberga paradisiacos destinos que hacen realidad los sueños de los navegantes.

 

 

Texto: Patrick Monney ± Foto: Patrick Monney.