Cuando escuchamos la palabra “tiburón” sentimos miedo, nos imaginamos a este bello an¡mal como un ser maléfico que está esperando para abalanzarse sobre nosotros y despedazarnos con sus poderosas mandíbulas, llenas de afilados dientes. Mucho de este sentimiento se debe a las grandes producciones cinematográficas, como Tiburón. En los últimos años de mi carrera como fotógrafo submarino he recorrido varios lugares del mundo en busca de los famosos tiburones, los cuales son cada vez más escasos, pues su pesca indiscriminada (se pescan más de 100 millones al año) está haciendo que desaparezcan rápidamente de los fondos oceánicos.

 

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El tiburón blanco es quizá el más nombrado de todos, pues es el protagonista de muchas películas y documentales. Hasta hace poco tiempo se creía que sólo lo podíamos observar en los lejanos países como Sudáfrica y Australia. Grande fue mi sorpresa cuando me enteré que aquí en nuestro México existe una pequeña isla llamada Guadalupe, donde los tiburones blancos se han paseado durante mucho tiempo.

Rumbo a la Isla Guadalupe, lo primero que tenía que hacer era buscar un experto en el ramo y que conociera muy bien la zona. Esa persona se llama Roberto Chávez. Me puse en contacto con él y su compañera, Alicia Hermosillo, en la bella ciudad de Guadalajara, y acordamos realizar el viaje en el barco Nautílus, en septiembre, y el grupo para esta expedición se formó por Armando Gasse, Alfredo Chedraui, Rafael Nachon, Guillermo Piñero, Aldo Osorio, Antonio Rodríguez, Anuar Heberlein, Mario Ceballos, Amaya Bernárdez y, en esta ocasión, nos acompañó mi hijo Rodrigo.

Llenos de optimismo abordamos nuestra nave, que zarpó de la ciudad y puerto de Ensenada, para dirigirnos a la Isla de Guadalupe. Navegamos por casi 22 horas, por un océano Pacifico en calma, para recorrer los 240 kilómetros que nos separan de la costa hasta llegar a nuestro destino. Tiempo que aprovechamos para hacer nuevos amigos, como José Luis Pérez Rocha y Thomas Fernández, además de escuchar con atención las pláticas que nos ofreció Pilar Blanco, la experta en tiburones. La Isla Guadalupe se encuentra ubicada en el enorme océano Pacífico y pertenece políticamente al Estado fronterizo de Baja California. La Isla Guadalupe es la última frontera de México en su extremo más occidental y septentrional. Su origen volcánico y su lejanía del continente le confiere una biodiversidad única, que junto con su topografía abrupta y agreste despierta el asombro de cuantos la visitamos.

 

 

Llegamos a la isla en la tarde noche, y enseguida la tripulación del barco depositó las jaulas en el agua y se dedicaron a preparar la carnada, que consiste en atún, sangre y algún tipo de aceite que al mezclarlo y arrojarlo al agua atraen irremediablemente al gran tiburón blanco. Me encontraba en cubierta observando el amanecer que llegó con sigilo y engañosa rapidez, pintando las nubes que pendían sobre el mar, de un sutil color rosado. En cuestión de segundos la isla quedó totalmente iluminada, mostrando sus imponentes acantilados y a las familias de lobos de Guadalupe, así como a los enormes elefantes marinos.

Mis pensamientos se vieron cortados por los gritos de “tiburón, tiburón”, que realizaba nuestro capitán Mike Carcharodon, y al asomarme por cubierta pude descubrir la enorme sombra de mi primer tiburón blanco. El comedor quedó vacío y el estrés se apoderó de todos los pasajeros, que apresurados intentamos ponernos nuestros trajes de buceo, muy gruesos, pues el agua es fría y estaríamos mucho tiempo en las jaulas sin movernos, a la espera de que haga su aparición el señor de los mares.

Comparto la jaula con mi hijo Rodrigo y con Alfredo, las condiciones son inmejorables, el agua no está tan fría y la visibilidad es espectacular. No pasa mucho tiempo... de repente, con extrema suavidad y con gran sigilo, sabiendo que es el máximo depredador de los mares, hace su aparición el tiburón más grande que he visto jamás, un macho de casi cuatro metros de largo y quizá unos 500 kilogramos de peso. La adrenalina en la jaula es alta y no podemos quitar la mirada de él. Lleno de emoción trato de capturar los momentos en vídeo, pero los barrotes están demasiado cerrados y mi cámara no puede salir, así que no tengo más remedio que seguir disfrutando de esta criatura maravillosa.

 

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De repente y saliendo del fondo, a unos 10 metros de distancia en el azul del mar se dibuja la silueta inconfundible de tiburón. Como si existiera una comunicación entre las otras tres jaulas, todos volteamos al mismo punto, también lo han visto y lo persiguen con la mirada, ruego porque Armando, Rafa y Rodrigo, que están en otras jaulas, logren buenas fotos.

Se mueve despacio, avanza con fluidez, pero con amplios y muy lentos movimientos. Es elegante, majestuoso, robusto y también muy grande. Parece estar observándonos mientras describe grandes círculos alrededor de las carnadas. Desde el barco intentan atraerlo con más carnada que es lanzada al mar en repetidas ocasiones, además de la mezcla de sangre y visceras de pescado. Cuando el tiburón se lanza con su enorme peso sobre la carnada es cuestión de unos segundos para que la desaparezca, sin dejar ni rastro de ella. Cuando esta magnífica bestia desaparece en el azul, todo vuelve a la normalidad. Debo confesar que mis compañeros y yo nunca sentimos miedo, pero sí una gran emoción, que junto con admiración y respeto le debemos al gran tiburón blanco. 

 

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Texto: Faberge international ± Foto: Rodrigo Friscione / Anuar Heberlein / Armando Gasse / Rafa Nachón