Desde siempre he sido un seguidor de sueños y aventuras, son muchas las veces en que he pasado días en el mar buscando los mitos y leyendas de pescadores, como una cueva repleta de tiburones, algunos viejos galeones cargados de joyas preciosas y hasta un submarino alemán. Lo que he podido encontrar son unos paisajes submarinos bellísimos en los cuales poca gente ha estado, así como fauna y flora espectaculares.
La historia empieza cuando en un desayuno, platico con mi joven y apasionado amigo Miguel Encalada, amante del mar y un gran pescador. Me comenta que se fue a vivir a Campeche a poner una empresa de pesca deportiva, y que conoce a alguien que sabe de un barco hundido frente a las costas de esa ciudad, que sería bueno irlo a explorar. Pensé que la expedición no daría muchos resultados, una historia más de pescadores, pues el mar se traga los navíos, sin importar su tamaño y no deja la menor huella de ellos, pero era mejor salir a explorarlo que quedarnos con la duda.
En los días siguientes cargamos el ligero remolque con todo lo necesario: compresor, tanques, líneas de vida, luces, equipos de fotografía y video, pero sobre todo, muchas ganas e ilusiones de que fuera cierta la historia del barco.
Checamos que las condiciones del tiempo fueran buenas y salimos para Campeche por la moderna autopista que pasa por Mérida. En esta ocasión me dio mucho gusto que me acompañara mi hijo Rodrigo, el alegre Chema López, y el incomparable Armando Gasse.
En el trayecto, unos fuertes aguaceros de verano hacían que bajáramos más la velocidad de nuestra pesada camioneta. Aun así llegamos a tiempo a la blanca Mérida para disfrutar de un desayuno con base en panuchos, tamales y papatzules, que en ningún otro lugar los preparan como en esa tierra.
En busca del náufrago
El tráfico se volvió menos intenso cuando tomamos la autopista que nos llevaría a nuestro destino final, la ciudad amurallada de Campeche.
No habíamos llegado aún cuando recibí la llamada de Miguel y me decía que todavía había luz suficiente para visitar uno de sus fuertes y quizá ver el atardecer desde sus murallas repletas de cañones. Nuestro apuro valió la pena, pues esos atardeceres desde un fuerte lleno de historia no es frecuente verlos en mi querido Cancún.
Estábamos ansiosos de que nos contara la historia del barco que queríamos explorar, cosa que hizo mientras cargábamos la embarcación en la que nos moveríamos el día siguiente. Después del chequeo que le hicimos a nuestra lancha y ver que tuviera suficiente gasolina, y sobre todo, dejar a un marinero para que cuidara nuestros equipos. Nos dispusimos a ir a cenar unos mariscos de los que los campechanos están tan orgullosos.
La noche fue corta. Cuando el despertador sonó a las 4 de la mañana nosotros ya estábamos levantados y listos. El aire de la madrugada era muy agradable, el cielo estaba estrellado como pocas veces y las estrellas se mostraban maravillosas, mientras nosotros nos hacíamos a la mar para recorrer las 45 millas náuticas que nos separaban de nuestra meta.
Las olas apenas se levantaban unos cuantos centímetros cuando el sol apareció silencioso, así como estábamos nosotros en la embarcación que nos llevaría a la aventura del día, buscar, encontrar y bucear en los restos de un gran navío.
Cuando llegamos a los puntos que marcaba el GPS, Miguel empezó a dar giros sobre la misma área, lo que me hizo dudar si sabía en dónde estábamos y si de verdad existía el naufragio. Un poco temeroso le pedí a Rodrigo que se pusiera su equipo de buceo básico y se metiera al agua para trata de encontrar alguna pista. Se sumergió ágil como es, pasaron algunos minutos antes de que saliera de nuevo con una sonrisa dibujada en su rostro y me gritara, “papá, es el mejor barco que he visto en mi vida”.
Chequé todo mi equipo, y con nerviosismo de principiante rompí el espejo del mar para encontrarme con un gigante de acero, tan grande que mi vista no alcanzaba a cubrir toda su superficie. Cuando llegué a los 15 metros de profundidad, lo primero que vi fueron sus barandales cubiertos totalmente de hidrocorales blancos, eran tantos que parecían un campo nevado. Otra cosa que llamó mi atención fueron las cantidad de redes de pesca que ahora parecen inofensivas, pero me imagino cuántas muertes habrán causado. Cuando llego a la popa de nuestro hallazgo veo que los corales cerebros y esponjas reclaman sus espacios en el mar.
Llama mucho mi atención la gran variedad de peces que pululan en el área, primero a media agua las barracudas se alejan a nuestro paso. Las palometas nos rodeaban, mientras un enorme cardumen de sardinas huye de las veloces sierras. Una vez en el barco noto que cada especie tiene su territorio, mientras que los robalos aprovechan cada recoveco del barco para ocultarse, las cobias y pargos prefieren los espacios abiertos de las bodegas, y los peces ángeles salen de sus escondites a jugar con las burbujas.
Mientras recorro el gran barco, me encuentro con un sinfín de cuerdas, cables, poleas y demás artefactos, los cuales indican que era un barco petrolero que seguramente se hundió tomando desprevenida a la tripulación, pues dejaron todo tal y como estaba.
Cuando entré pude observar un espectáculo de rayos de sol que se infiltran en el mar, como hilos de plata tejidos por manos milagrosas, atravesando los fierros derruidos de la cubierta y realizando figuras que desafían a mi imaginación.
Me sentí embriagado por el espectáculo que se presentaba ante mis ojos, me dio la sensación de estar en un gran teatro. Todas las imágenes tanto de peces como del barco en sí, salieron desde el fondo del mar para llegar al fondo de mi alma.
Era increíble estar ahí, en uno de los naufragios más grandes y completos que he visto en mi vida. Tenía tanto que recorrer y tan poco tiempo de permanencia en el mar que me hubiera gustado que no existieran computadoras ni leyes de descompresión, de volverme un ser marino más para así alargar mi estadía en esta maravilla reclamada por el océano. Pero tengo que regresar a mi realidad y esperar un largo tiempo para explorar hasta el último rincón de nuestro hallazgo en Campeche.
Texto: Alberto Friscione Carrascosa ± Foto: Rodrigo Friscione Wyssman