En el universo de los deportes extremos, hay nombres que no solo rompen récords, sino que expanden los límites de lo que creemos posible.
Jaan Roose, tres veces campeón mundial de slackline (cuerda floja) y oriundo de Estonia, inscribió su nombre en la historia de esta disciplina al caminar sobre una cuerda suspendida entre un parasail y una lancha rápida en movimiento, sobre las aguas turquesas de las Maldivas.
El reto, ejecutado en el atolón Noonu, no fue una simple demostración de equilibrio. Fue el primer intento mundial de slackline con ambos puntos de anclaje en movimiento constante: un parasail azotado por el viento y un barco navegando entre corrientes y oleaje.
Previo al intento, se requirió de una semana de trabajo intenso en Siyam World, donde el atleta y su equipo desarrollaron un sistema de amarre elástico a medida y controles personalizados para el paracaídas, transformando lo que normalmente es un parapente sin dirección en un aparato manejable.
Roose lo describe como su proyecto técnicamente más complejo y físicamente más demandante en 15 años de carrera. No es poca cosa viniendo del hombre que cruzó el estrecho de Messina sobre 3.6 kilómetros de cuerda floja o que unió con sus pasos los continentes sobre el estrecho turco del Bósforo. Esta vez, sin embargo, se enfrentaba a fuerzas impredecibles: el vaivén del mar, las ráfagas y los tirones de un parasail inestable.
“Subirse a la cuerda ya era un desafío”, relató Roose. “Una gran parte del proyecto fue encontrar el momento justo para comenzar a caminar. Una vez arriba, tuve que adaptar completamente mi cuerpo, mis rodillas… sentir lo que pasaba con el barco debajo de mí y el paracaídas a mi espalda”. La elevación cambiante de la línea le obligó incluso a modificar su cadencia: “Tuve que dar dos pasos a la vez en lugar de concentrarme en cada paso individualmente”.
El desafío no fue solo físico: exigió la coordinación milimétrica de todo el equipo. El capitán del navío debió ajustar los procedimientos tradicionales de parasailing para remolcar la cuerda con un atleta balanceándose sobre ella. Mientras tanto, las palancas instaladas en el parasail permitían al piloto influir en su dirección, creando una especie de coreografía aérea y náutica. “Cada día mejorábamos hasta que pudimos tocar juntos como una orquesta”, comentó Roose.
Sin embargo, el momento más crítico llegó al final: acercarse al navío, con su balanceo impredecible y el sistema de slackline funcionando al límite. “Acercarse a la meta no se hace más fácil; el cuerpo está acalambrado y la atención debe ser absoluta”, dijo. Pese a todo, concluyó con un aterrizaje firme en la embarcación, demostrando que el equilibrio humano puede domar incluso los entornos más caóticos.