El Cid Campeador
Rodrigo (o Ruy) Díaz nació en Vivar, un poblado cerca de Burgos. Recuperó tierras ocupadas por los moros hasta formar un patrimonio importante y un principado autónomo. Su hazaña máxima, ganar muerto su última batalla, se pone en duda pero no ha podido desmentirse; ni la verdad ni la falsedad podrían ya comprobarse. La tradición oral fue escrita años después en varias versiones que coinciden el lo principal y difieren en los detalles.
La biografía más antigua del Cid Campeador es la “Historia Roderici”, crónica de Rodrigo Díaz de Vivar escrita entre 1180 y 1190. Se duda si el autor fue testigo de los hechos o se basó en la tradición oral. Tanto la Historia Roderici como el Cantar de Mio Cid parecen reproducir en la tradición oral de la época.
Quien fuera una de las figuras más grandes de la historia de España vivió de 1043 a 1099. Cuando era muy joven entraron en guerra por la herencia los hijos del rey Fernando I: el rey Sancho de Castilla y de Galicia, primogénito, Alfonso VI , Don García , Doña Elvira y Doña Urraca. Rodrigo sirvió en estas batallas al rey Sancho, quien venció a todos sus hermanos salvo a Doña Urraca, uno de cuyos fieles dio muerte a Sancho.
Al morir el rey, la monarquía llamó a su hermano Alfonso VI para que ocupara los tronos de Castilla y de Galicia. Rodrigo le tomó juramento al nuevo monarca y posteriormente pasa al servicio del rey Alfonso.
Desterrado por Alfonso debido a las intrigas de la corte, Rodrigo luchó por su cuenta en el mapa de la España ocupada. Se volvió guerrero de unos, de otros, unas veces enemistado con Alfonso y otras de su lado, pero siempre fiel a la corona.
Su valentía y destreza eran reconocidas incluso entre sus enemigos. El título con el que pasó a la historia, de hecho, viene del andalusí “Sidi” (Señor), que los invasores otorgaban sólo a dirigentes islámicos. La palabra “Cid” conservó ese significado honorario. El autor árabe Ibn Bassam, en el siglo XII, se refiere a Rodrigo Díaz como “perro gallego” o “al que Dios maldiga”, pero también reconoce que “...era este infortunio en su época, por la práctica de la destreza, por la suma de su resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los grandes prodigios de Dios.” (Ibn Bassam, Yazira, 1109).
En 1098, en Valencia, El Cid consagró la Catedral de Santa María, que hasta entonces fuera mezquita. En el diploma de dotación de la catedral él se titula “princeps Rodericus Campidoctor”, declarándose así soberano autónomo. Llama la atención el singular encumbramiento que hace el Cid de sí mismo pese a no tener ascendencia real. En “El primer testimonio cristiano sobre la toma de Valencia (1908)”, el autor francés Georges Martin escribió:
“...después de la toma de Valencia, todos los esfuerzos de Rodrigo se orientaron hacia la consolidación de su independencia señorial, hacia la constitución de un principado soberano desvinculado de la tutela secular del rey de Castilla así como de la tutela eclesiástica del arzobispo de Toledo.” – Georges Martin, Op. Cit., 2010.
La última batalla de Mio Cid el Campeador
Pasan los años por el Cid. Aunque no merma su valor ni su destreza, sí su fuerza. Sus enemigos lo saben y eso les anima a atacar Valencia para vengarse del daño que les ha hecho el personaje, pero el Cid les sale al encuentro con toda su tropa. Causan muchas bajas entre los moros, como siempre hacían, pero en plena lucha don Rodrigo es alcanzado por una flecha enemiga. Uno de sus mandos, Minaya Alvar Fáñez, reconoce la muerte de su señor pero cuenta la leyenda que ni así dejan de luchar los españoles. Minaya ata al Cid sobre su caballo en posición de guerra y en su mano izquierda coloca la cabeza de un moro. De un latigazo sale su corcel Babieca galopando entre los moros, quienes corren despavoridos.
No en vano el autor del Cantar de Mio Cid dice de él con insistencia: “Quien en buen hora nació”.
Texto: Alfonso López Collada ± Foto: Wikipedia / Reygen / Aragon digital / Historia y letras