Siempre misterioso

El Gringo Dale llegó puntual al hotel donde nos hospedamos en Ensenada, Baja California. Aunque no era temprano no estábamos listos, pues el viaje del día anterior a la Isla Guadalupe, donde tuvimos oportunidad de nadar con el gran tiburón blanco, nos dejó agotados. Por eso es que decidimos empezar el día a las 8 am y no a las 7, nuestra hora de costumbre.

Adormilados, nos acomodamos apretados en la camioneta tipo pick-up para dirigirnos al norte por una carretera en muy buen estado. Durante el camino platicaba con los amigos Fidel, Alejandro, Miguel y Armando acerca del mar, sus condiciones y sobre lo que podíamos esperar de una buceada en este lugar. Armando ya había estado ahí antes y con entusiasmo nos platicó a grandes rasgos sus experiencias, de las cuales una llamó mi atención: el tema del agua fría, a la que no soy muy adepto.

El viaje por carretera duró aproximadamente 45 minutos, durante los que el Gringo Dale no paró de contarnos sus experiencias submarinas. Yo casi no lo escuchaba, todo lo que quería era meterme al agua para descubrir sus bellezas ocultas bajo el mar del norte del Pacífico mexicano.

Por fin llegamos a un lugar turístico conocido como la Bufadora, donde con un poco esfuerzo empujamos al mar una pequeña lancha fabricada con madera de cimbraplay, sin toldo, ni escalera, ni radio, ni ancla; sólo unos cabos más pequeños de los que yo estaba acostumbrado, un par de remos que, eso sí, manejaba con destreza el capitán.

Colocar el motor de 25 caballos en la popa de la lancha les llevó algo de tiempo, que aprovechamos para revisar nuestro equipo de fotografía y para trazar un rápido plan de buceo. Decidimos que Fidel se quedara en tierra para atender cualquier emergencia.

 

 

 

Por fin nos hicimos a la mar, que estaba en calma; pero para mi sorpresa el Gringo no vino, sólo su hijo, quien fungía como capitán. Cuando pregunté quién seria nuestro guía, el Gringo campechanamente me contestó: “Tú no me pediste un guía, sólo que te llevara a bucear.” Ahora sí que me fregó. Con una sonrisa inocultable, pensé: “¿Cuál será el motivo por el que no le mandan negocio los cruceros que arriban cada semana al puerto de Ensenada?”

El mar brillaba sin olas, alterado sólo cuando salía a respirar algún curioso lobo marino o un pez volador. Ahí el color del agua es el azul intenso. El sol brillaba con fuerza y cuando alguna nube lo cubría, de inmediato sentíamos el viento fresco. Navegábamos despacio, pues el pequeño motor no daba más.

En el trayecto recordé que el Pacifico mexicano comprende una franja costera de 1,700 kilómetros. Su diversidad es muy amplia y su fondo marino es muy diferente a los que se pueden encontrar en el Mar de Cortez, en el Golfo de México o el Caribe. Aquí abundan los peces y los invertebrados.

El Océano Pacifico es una ruta que por naturaleza siguen las especies de mamíferos marinos como las ballenas grises, jorobadas, azules, orcas, lobos y elefantes marinos. Es también hogar de numerosas especies de escualos, entre los que destacan el gran tiburón blanco, el martillo oceánico, mantas y diferentes especies de rayas.

Armando me quitó de mis pensamientos, mientras el capitán tomaba una rama de alga gigante y se amarraba de ella; entonces entendí por qué la lancha no tiene ancla: no la necesita. Llegamos al sitio escogido: una roca adornada con excremento de pájaro y un olor no muy agradable.

 

 

Preparamos nuestros equipos y nos metimos como pudimos a nuestros gruesos trajes de neopreno de 7 mm. Gorro, guantes y botas son el equipo indispensable. Apenas podíamos movernos con tanto plomo que traíamos en nuestro cinturón de lastre. Ayudados por el capitán nos sentamos en la borda de la lancha y finalmente nos lanzamos al mar. Sentí en mi cara el primer golpe de frío (el agua estaba entre 12 y 14 grados); mientras me sumergía me iban envolviendo unas enormes algas conocidas como Kelps, que aún si el mar esta tranquilo ellas no dejan de moverse extendiendo unas hojas enormes con pequeñas protuberancias de color café rojizo. Entre sus hojas descubrimos pequeños cangrejos y caracoles de formas variadas… ¡Un buen inicio de buceada!

 

 

 

Nos pegamos a la pendiente rocosa que se sumerge hasta confundirse con la profundidad del azul oscuro. Sobre la pared, miles de organismos componían un mosaico que se iba transformando mientras nos acercábamos. No sabía dónde empezar a fotografiar: peces loros salpicados de rosado y verde mordisqueaban un coral en el que se escondían pececillos con líneas rojas y blancas –tal vez de la variedad “halcón”-. Entre estos pequeños nadadores se asomaron las oscuras pinzas de un cangrejo que vivía dentro de los corales, vecindario que comparte con caracoles de lustrosas conchas.

En la base de algunas piedras estaban las esponjas de color naranja y amarillo, pero llamó más mi atención la cantidad de estrellas de mar y sus variadas formas, colores y tamaños, algunas con muchas patas, grandes como una pelota de fútbol y vestidas de rojo vivo, otras de amarillo pálido y algunas más de azul fuerte. Estaban agrupadas sobre la roca, formado un enorme revoltijo de patas y cuerpos. El tiempo pasó rápidamente y mi reserva de aire bajaba sin que yo supiera todavía qué fotografiar, de tanto que veían mis ojos. El frío hacía que me dolieran los huesos.

En el lecho marino observé un cementerio de conchas abandonadas que parecían de mejillones. Me intrigó qué podía haber pasado, cómo llegaron ahí en tal cantidad, y pronto encontré la respuesta: los negros erizos de mar son tremendos devoradores de este tipo de bivalvos.

 

 

Ya no veía a mis compañeros y decidí ir en su búsqueda. Atravesé el enorme bosque de sargazos y encontré a Miguel y a Armando fotografiando a esos pequeños pero bellos seres marinos llamados nudibranquios. Miguel estaba con un ejemplar blanco de unos 5 cm, más grande que los demás. Mientras, Armando trataba de fotografiar a uno pequeño, de llamativo color morado, que no dejaba de caminar entre las grietas de los corales. Era increíble que en tan poco tiempo hubiéramos podido observar tantas y tan diferentes especies en un área tan reducida. Pero así son los mares fríos: llenos de vida y color.

Mis manos empezaron a temblar por el frío del agua y mi manómetro marcaba que sólo tengo el aire suficiente para llegar a la superficie, incluido el alto de seguridad obligatorio. Yo me negaba a dejar de tomar fotos, pero Armando y Miguel me hicieron entrar en razón. Apenas tuve tiempo de captar un par de fotos más de unos huevos de nudibranquios que encontré en mi ascenso a la superficie.

No puedo evitar sentirme fascinado cuando contemplo esta arquitectura submarina, pero habré de esperar un buen rato para volver a sumergirme en las frías aguas del Pacifico Norte Mexicano.

 

 

 

 

Texto: Alberto Friscione Carrascosa ± Foto: CAlberto Friscione Carrascosa