Cuando niño, como muchos de mi generación, quise ser bombero, policía, astronauta y…pirata.

Apenas estaba aprendiendo a nadar y ya quería surcar los siete mares, ya fuera a bordo de un gran buque, una barca o un galeón, pero siempre dispuesto a partir en busca de tesoros, aventuras y gloria, sin saber que en realidad estaba haciendo una especie de apología de una de las peores plagas que han azotado a la humanidad. Tampoco se trataba de ser cruel, borracho y despilfarrador, pues dentro de la piratería había de todo: desde la peor escoria de la humanidad, hasta auténticos caballeros del mar. La palabra pirata, para algunos, evoca la imagen de un hombre barbado con pierna de palo, parche en el ojo y perico al hombro, mientras que a otros, lo primero que nos llega a la mente, es la emblemática figura cinematográfica del antihéroe, como la del Captain Blood (los conocedores entenderán) o del singular Jack Sparrow (“capitán Jack Sparrow”, como el mismo personaje lo aclararía); sin embargo esto no es más que un cliché, producto más de la fantasía que de la realidad y, como es natural, cualquier historia de su tipo está llena de mitos, verdades a medias y mentiras descaradas.

 

 

Una de ellas es que la piratería suele asociarse a la época en que los europeos dominaron el continente americano, empero es una actividad tan antigua como la navegación misma; desde que el ser humano comenzó a aventurarse en el mar en busca de comida o de nuevas tierras, surgieron grupos dispuestos a vivir de la rapiña. En épocas remotas ganaron fama los piratas chinos, cilicios y griegos;  durante la Edad Media, y buena parte del siglo XVI, los piratas de la Berbería asolaron el Mediterráneo, poniendo en jaque a imperios tan poderosos como el de Carlos V. Además, prácticamente todos los mares de Europa, Asia y África estaban plagados de ellos.

 

La guarida pirata

 

No es de extrañar que cuando los españoles conquistaron América y comenzaron los viajes de la llamada Flota del Tesoro, estos filibusteros hallaran en el Caribe un paraíso –literal–; incluso, algunos llegaron a estas latitudes patrocinados por las monarquías europeas celosas del poderío español. Así, desde el siglo XVI hasta el XVIII la piratería campeó a sus anchas por todo el Mar Caribe, especialmente desde que los ingleses conquistaran a los españoles; en el siglo XVII, las islas de San Cristóbal (a la que bautizaron como Saint Kitts), Jamaica y Tortuga, ésta última frente a las costas de lo que ahora es Haití. Los piratas las utilizaron durante muchos años como base para atacar tanto a las ciudades españolas de América, como a los barcos mercantes sin importar su nacionalidad.

El caso de la isla Tortuga es muy curioso, pues en ella los piratas crearon la llamada “Cofradía de los Hermanos de la Costa”, una especie de asociación entre piratas de distintas nacionalidades destinada a evitar conflictos y proteger a las viudas y los heridos en combate. Esta cofradía tenía sus propias leyes, recogidas en un Código de Honor que, entre otras cosas, establecía la igualdad entre todos los piratas asociados, la propiedad colectiva de la isla y prohibía la esclavitud. Las decisiones se tomaban de forma democrática por votación universal; además, todos estaban obligados a establecer la forma en que se repartiría el botín antes de hacerse a la mar.

Contrario a lo que se piensa, los piratas no solían atacar a las flotas cargadas de oro americano que tenían como destino España, pues éstas iban muy protegidas. Sólo se animaban sí, tras alguna tormenta, algunos barcos quedaban rezagados. En cambio, preferían atacar a los navíos mercantes provenientes de Europa cargados de mercancías y que normalmente navegaban solos, así como a las desprotegidas ciudades costeras de la América novohispana, como Panamá, Campeche, Cartagena o Maracaibo. Pero además, siempre que fuera posible, evitaban el combate directo, prefiriendo amedrentar a su presa para que ésta se rindiera sin combatir, lo que sucedía con éxito la mayoría de las veces.

 

 

Cuestión de semántica

 

La etimología del vocablo latín pirata proviene del griego peirates (πειρατης), que, en resumidas cuentas, designa al que intenta hacer fortuna en la aventura. Aunque existen varios términos para designar a los que se dedicaban a este oficio: piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros, todos tienen un significado distinto.

Los corsarios eran aquellos marinos que contaban con una Patente de Corso, documento otorgado por un gobierno, para emprender una campaña naval –atacar– en contra de piratas y embarcaciones enemigas; es decir, hacer un cursus (carrera en latín) o persecución y saqueo de naves. Éstos proliferaron especialmente en el siglo XVI, aunque todavía hubo algunos hasta el XIX.

Los bucaneros, por su parte, principalmente de origen francés, habitaban lo que ahora es Haití; se caracterizaban por ser osados cazadores que ahumaban la carne de los animales que capturaban para venderla a los barcos que pasaban cerca de la costa. Se distinguían por sus ropajes descuidados y ensangrentados por las presas que descuartizaban. Cuando los españoles los expulsaron, a finales del siglo XVII; se refugiaron en la isla Tortuga y ahí se dedicaron al contrabando y la trata de esclavos, a la vez que atacaban barcos pequeños, haciendo gran alarde de su fuerza y causando un gran escándalo. La palabra bucanero deriva de boucan, tipo de carne ahumada; sin embargo, también quiere decir alboroto, bullicio.

Los filibusteros, en su mayoría de origen holandés, infestaron el mar de las Antillas durante el siglo XVII, justificaban sus actos diciendo que luchaban por la emancipación de las que fueron provincias ultramarinas de España. A fin de cuentas, todos eran lo mismo, pero con diferentes nombres.

 

 

 

Fama y fortuna

 

Uno de los más crueles piratas fue sin duda “El Olonés”, un francés que se convirtió en un auténtico psicópata. Asesinaba por placer, violaba y descuartizaba a sus víctimas, e incluso se dice que llegó a sacarle el corazón a un hombre para comérselo en frente de toda su tripulación. Después de varios años en la piratería, terminó su vida de una forma muy acorde con su existencia. Su barco encalló en la costa del Darién y cuando se internó en la selva junto con sus hombres, fueron capturados por los indígenas Kuna. Esta tribu de caníbales, mataron, destazaron y cocinaron al grupo de piratas, excepto a uno de sus hombres que consiguió escapar y contar lo sucedido.

Por el contrario, Bartholomew Roberts, mejor conocido como “Black Bart”, fue un pirata caballeroso, sumamente exitoso en sus correrías y, caso raro en la época, totalmente abstemio. En tan sólo dos años llegó a capturar más de 200 barcos (de los 456 que se dice asedió), incluidos varios buques de guerra. Solía tratar muy bien a los vencidos, a menos que fueran franceses, pues siempre tuvo un odio irracional contra ellos, llegando inclusive a ahorcar en su propio barco al gobernador francés de la isla Martinica. Fue el azote del Caribe, Brasil y la costa Este de África, hasta que su barco, finalmente, fue capturado por los ingleses, quienes encontraron más de trescientas toneladas de polvo de oro en sus bodegas.

El caso de Jack Rackham, mejor conocido como Calico Jack, también es digno de mención. El apodo lo obtuvo por vestir siempre de calicó, una tela de algodón estampada por una de sus caras que era considerada como una prenda muy elegante. Este pirata contó entre su tripulación a las dos únicas mujeres de las que se tiene noticia en esa profesión: Anne Bonny y Marie Read. Bonny era la pareja sentimental de Calico y juntos recorrieron el Caribe sembrando el miedo y forjando su propia leyenda. Anne y Marie eran tan valientes como cualquiera de sus compañeros, si no es que más. Al final, su barco cayó en manos de los ingleses en 1720 (quienes por cierto encontraron a la tripulación completamente borracha). Condenadas a muerte, se les permutó ese castigo por el de cárcel debido a que ambas estaban embarazadas. Marie murió en la cárcel y Anne, después de ser liberada, contrajo matrimonio y murió en Virginia, EE.UU, rodeada de sus hijos y sus nietos.

Otros piratas famosos fueron Henry Morgan (quien llegó a ser gobernador de Jamaica), William “Capitán Kidd”, Edward Teach “Barbanegra” (ex miembro de la Royal Navy, quien gustaba de aparecer en combate en medio de una nube de pólvora para darle mayor dramatismo), el pirata turco   (Barbarossa Hayreddin Pasha), Sir Francis Drake y Sir Walter Raleigh.

 

 

 

 

Insignia del terror

 

La clásica Jolly Roger o bandera pirata, con calavera blanca y dos huesos (tibias) cruzados debajo, sobre fondo negro, fue la insignia de los piratas y en el imaginario colectivo se popularizó como la insignia con la que se reconoce a los piratas;  cada personaje tenía la suya.

Las primeras banderas que causaron terror eran de color rojo intenso: jolie rouge. Éstas eran izadas cuando los barcos tenían intención de atacar para saquear a su rival sin tomar prisioneros; es decir, comunicaban su intención de entablar una batalla sangrienta cuyo fin era la victoria o la muerte.

Entre las banderas más famosas están las de Richard Worley, Edward England, Barbanegra, Edmund Condent, Henry Every, Christopher Moody, Rackman y Bartholomew Roberts, por mencionar algunas.

En cuanto a los navíos piratas, también son objeto de controversia. Las películas suelen mostrarnos barcos grandes, bien armados y poderosos, pero en realidad no eran así. Los barcos normalmente eran pequeños y veloces, pues esto permitía a los piratas alcanzar a los pesados galeones mercantes que solían ser sus presas favoritas, así como escapar de los buques de guerra que los perseguían. Un ejemplo de esto son los balandros, los cuales medían entre 19 y 24 m de eslora y de poco caldo. Por este motivo, las tripulaciones no eran muy numerosas, aunque sí suficientes para amedrentar a los marineros mercantes. Cuando un barco caía en sus manos, la mayoría de los capitanes piratas ofrecía a los marineros unirse a su tripulación. En caso de negativa, podían ser asesinados o abandonados en alguna playa remota. Muchos piratas iniciaron así su carrera, como marineros de un barco mercante capturado.

La piratería en el Caribe comenzó a declinar a finales del siglo XVIII, cuando el centro del comercio mundial se desplazó del Caribe a la India y los gobiernos europeos pusieron mayor empeño en su erradicación.

 

 

 

Texto: Rodrigo Borja Torres ± Foto: NOT COOKIE / FWL / PTS TL / ZASTAVKI / CND / SID / TGDA / NATIONAL GEOGRAPHIC / ZASTAVKI / ABC / MAGES FLW / THOMAS HEATH / ROAD TIP / VISTALMAR